¿Me puedes dar uno que se entienda?
La década que corre ha consolidado abundantes nostalgias y otras tantas fobias generacionales
La década que corre ha consolidado abundantes nostalgias y otras tantas fobias generacionales. Que si el libro digital no tiene la personalidad, el peso, el olor, la textura ni la belleza del impreso. Que si etiquetar a los objetos como vintage les proporciona un algo aurático que ya lo quisiera Walter Benjamin para un domingo en el museo. Que si jugar en la calle era la actividad más alegre, socializadora, humanística y saludable que pudiera conocer la niñez. Que si hay que escribir textos cortos porque la gente ya no lee, y la gente ya no lee porque sólo recibe escritos breves y perdió la capacidad de concentrarse. Que si… En esa dialéctica de los afectos y los incordios se encuentran las librerías, los libreros y los compradores de libros (que no siempre son sinónimo de lectores). De esta triada que desde hace por lo menos veinte años evade profecías apocalípticas habla Cosas raras que se oyen en las librerías (Malpaso, 2012), de Jen Campbell, compilación de anécdotas ocurridas en librerías de Gran Bretaña y España. Más allá de lo graciosos que puedan ser los episodios recogidos en la obra, cada uno refleja las posibilidades del diálogo humano -esa interacción lógica o inesperada- que se da en torno al ejercicio de la compra-venta de libros. Porque en la adquisición de esos productos culturales se expresan filias, fobias, curiosidades y visiones económicas. Los preferencias formativas y las ideas de convivencia social se visibilizan en la opinión sobre el contenido de los libros. Alguien opina que las fábulas de animales son estúpidas porque "fingen que las personas congenian con cualquiera así como así", cuando lo mejor sería que los niños aprendan "que la vida es una mierda, y cuanto antes mejor". Ese cliente podría escribir un tratado titulado Abajo la empatía. Y tendría lectores. A su vez, en la misma línea, otra persona mantiene un diálogo marcado por la incredulidad ante lo inconcebible: la librería no tiene una sección de historia militar. Tras la decepción, el cliente concluye, con justificada desconfianza: "Pacifistas, ¿eh?" .De su visión existencial podría surgir un tomo titulado La necesidad de la guerra. Las historias de Cosas raras también visibilizan la idea de valor y la búsqueda de contenido específico. Un cliente esgrime el último modelo de iPhone mientras pregunta si puede fotografiar las páginas de un libro ilustrado que le encanta pero es "muy caro" y no puede permitírselo. Otro comprador pide un libro que esté de moda". Un tercero es descubierto fotografiando las páginas de una obra. Al ser interpelado por el librero, contesta que sólo necesita dos recetas, no tiene sentido comprar todo el libro de cocina. Las palmas se las lleva la persona que afirma: "¿Sabe? Creo que no he leído un libro entero en mi vida". El olor también tiene su lugar, por supuesto, pero no en la forma romantizada que suelen llamar "el aroma del libro". En un caso, alguien manda un correo electrónico para especificar su solicitud: "Me gustaría saber si ese libro huele a moho. Si no es así, me lo podéis enviar cuanto antes. Ya tengo un ejemplar pero no me gusta su olor. Muchas gracias". En otra situación, el visitante le explica al librero que los libros le importan un pepino, lo que le interesa es el color de la pintura de las estanterías, que hacen que los libros "resalten más". Además, "el olor a pintura hace que el lugar no apeste a libros. Eso siempre es bueno". En LEM, que somos nostálgicos contemporáneos, preferimos esta anécdota: -Hola, vengo a cambiar el libro de La Celestina que compré ayer porque me lo diste en otro idioma. -Es castellano antiguo. -¡Ah! ¿Me puedes dar uno que se entienda? *Centro de producción de lecturas, escrituras y memorias (LEM) |
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