El quizá de la caza narrativa
La suposición de la cronista refleja su paciente y tersa indagación para escribir un perfil
“Quizá todo fue un largo camino para llegar a dos, a tres, a cuatro frases en las que está él. No todo lo que repite —la palabra vacía—, sino él: él”, reflexiona Leila Guerriero en alguna página de Opus Gelber. Retrato de un pianista (Anagrama, 2019). “Él” es Bruno Gelber, el músico argentino que ha repetido en cientos de entrevistas —con los mismos titubeos, idénticas inflexiones e inalterable encanto— que dio cinco mil conciertos en cincuenta y cuatro países, conoció las cosas más excelsas y estuvo en palacios, en castillos, con condes, con príncipes, con duquesas. La suposición de la cronista refleja su paciente y tersa indagación para escribir un perfil que logre escapar del lugar común edificado por el propio Gelber. Guerriero conversa, recibe consejos matrimoniales, hace llamadas, acepta cancelaciones y escucha una y otra vez las anécdotas que —también— el músico ha contado cientos de veces en los medios informativos: la primera comida que ofreció en su departamento de París; el embajador que en Sudáfrica dio vuelta al plato y se negó a comer; el inesperado concierto de Rachmáninov que tuvo que dar en Palermo, Sicilia; la huelga de trabajadores de un teatro que le impidió tocar en Catania; el relato de Dinamarca; la princesa que eructa; el concierto que dio en Ginebra y en el que no había tocado tan bien como creyó. Gelber hilvana relatos similares con finales distintos y escucha los tres “sí” que la periodista intercala cuando él le pregunta si ya le contó la anécdota de la alemana, la de la japonesa o la del ladrón del abrigo. Guerriero camina sobre una telaraña tejida por el artista: “Él quiere que yo vea todo eso. Quiere que yo vea todo eso. Quiere que yo vea todo eso”. Gelber es especialista en un juego singular: “Sus movimientos ni siquiera se pueden comparar con los de un ajedrecista. No los anticipa. No los prepara con paciencia hasta dejar al peón desprotegido. Se lanza sobre él —con su voz hipnótica, sus gestos calmos— y lo derrumba”. Guerriero escucha la promesa del pianista: “Hacé lo que te parezca. Me podés preguntar absolutamente cualquier cosa.” La cronista valora que “por momentos parecerá verdad”. Gelber hace una pausa. Mira hacia la ventana. La cronista permanece callada. No se mueve. Sólo espera lo que pueda resultar de ese silencio. Nada emerge. También sucede que “la frase promisoria se astilla otra vez contra una anécdota”. Guerriero le pregunta a Gelber si en 2001, después de un accidente, salió a tocar en Berlín con la mano vendada. El músico responde: “Puede ser. No me acuerdo”. Gelber llama “Maravilla” a Guerriero o la trata como desconocida; está orgulloso de su olor a rosas, y es capaz de aguantar una operación sin anestesia. La cronista se pregunta: “¿Qué es esto?.” Guerriero camina hacia el subte pensando en el rostro del músico —tranquilo, concentrado, anhelante—, “el rostro de alguien que busca una revelación y tiene la esperanza de encontrarla en otro”. Pese a todo, Guerriero repite durante casi un año la ruta para ver a Gelber: “Avenida Corrientes derecho, hasta Pueyrredón. Siempre al atardecer”. Durante ese recorrido de tropiezos y evasiones, la cronista teje un excepcional retrato del pianista: mientras parece que Gelber escapa, Guerriero lo captura una y otra vez, con trazos precisos. Por ello, en LEM pensamos que las 333 páginas de Opus Gelber bien podrían ser una versión narrativa del poema de Guillevic: Estoy aquí./ No hago nada./ Pero quizá/ estoy de caza. *Centro de producción de lecturas, escrituras y memorias (LEM) |
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