Diario Negro de Buenos Aires

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Martín CORONA


Agosto 27, 2019

No voy a decir nada material, 
es sólo que tengo una sensación 
de angustia, mi amor. 
Porque me voy a ir de la ciudad, 
que es mi ciudad…

Corrían los 90 cuando algunos exponentes del rock mexicano comenzaron a convertirse en Rock en tu Idioma, cuando los productores que en Argentina posicionaron al género como el sonido de la nación comenzaron lentamente a meterse en el mercado sonoro dominado por las baladas asquerosas que impuso Televisa. Los discos de nuevas bandas llegaban a esos extintos espacios de felicidad: las tiendas de discos, pero los empleados nunca supieron dónde colocarlos, pues no existía una categoría para ellos. Así que había que surfear entre los más extraños acetatos y cassettes para encontrar la aguja en el pajar.
En ésas encontré al Juguete Rabioso, una banda inclasificable. No entendías si eran chicos argentinos tocando en México o mexicanos muy influenciados por el rock nacional del país del sur. Pero sus letras eran maravillosas y potentes; tuvieron un sencillo que sonó en la radio y de pronto desaparecieron. Al igual que muchos grupos de aquella época que, después del boom del Rock en tu Idioma se les retiró el contrato y, como buena industria mainstream, las discográficas se dedicaron a invertir sólo en un par de grupos a los que les vieron más negocio. Sin embargo, la “Canción de ciudad” se me quedó tatuada en el corazón, la potencia de la interpretación y mis ansias juveniles por dejar el terruño la colocaron en el soundtrack de mi vida.
Muchos años más tarde, el gran amigo Luis Martínez, del grupo Bandula, publicó que estaba tocando en el regreso de aquella legendaria banda. No dudé ni un momento en rastrear en redes sociales y dar con el autor de las canciones: Federico Bonasso. Ahí me “cayó la ficha”, nacido en aquella Argentina que da mucho pudor recordar, hijo de la generación que vivió la angustia y el horror del destierro, el miedo cotidiano y la muerte. Llegó a México en la adolescencia y estas latitudes lo acogieron como su país.
Entendí entonces las letras y la música del Juguete Rabioso, sus referencias literarias y esa nostalgia con olor a húmedad del Río de la Plata. El ser de un sitio y vivir en otro, la saudade por una ciudad que no existe más, el deseo de volver a un espacio del ayer, recogiendo pasos que ni siquiera hemos dado nosotros mismos.
Apenas hace un par de días, en Facebook me apareció la portada de Diario negro de Buenos Aires en el muro de Federico y fui a comprarlo. La colección que lo publica, Reservoir Books, me recordó aquellos años 90 en que sus páginas trajeron a México una literatura ultraviolenta y gore que marcó generación.
Y comencé a leer sin poder parar. Una novela ágil y honesta desde la voz de un argen-mex que mezcla con honestidad algún que otro pedazo de lunfardo aderazado con la chingadera mexicana. Una confesión y pequeñas anécdotas que van de lo gracioso y burdo que puede resultar enfrentar las costumbres de un pueblo, hasta lo grotesco del racismo y el sinsentido racional de las búsquedas esotéricas, para mostrarnos un mapa íntimo de la nostalgia del desarraigo.
Federico (el alter del autor) nos cuenta que, desde pequeño, eso que llamamos el “yo mismo” estuvo sometido al cambio constante: En el encierro recibíamos entrenamiento también: estudiábamos el mapa de un pasado nuevo que ellos habían inventado por si alguna vez nos enfrentábamos a un interrogatorio. O porque íbamos a salir del país otra vez. Sin embargo, este diario negro nos muestra la búsqueda de quien anhela volver a ser, pero se enfrenta a un laberinto de habitaciones oscuras, perros y cadáveres.
El narrador, ese joven que a los 30 ha pasado la mitad de su vida huyendo y la otra en el exilio, se autodefine en ese franco pesimismo de héroe tanguero:
— ¿Y qué haces vos, che?
— Hice canciones.
— ¿Hiciste? ¿Ya hora no hacés más?
Sonreí.
— Creo que lo único que valía la pena eran las letras —contesté—. Guardé las letras para ver qué puedo hacer con ellas.


El rompecabezas de metáforas ocultas en cada pequeña anécdota queda fijo en la emoción oscura que nos ofrece este diario, dejándole al lector que busque las piezas en las referencias a la obra de su autor: las canciones, las películas y, sin duda, los próximos libros que nos ofrecerá.
Aquí no está la crónica detallada del desarraigo, la lágrima fácil de quien retorna a Ítaca cuando ya ha sido derruida y sobre ella construyeron un minisúper atendido por chinos. En las páginas de Diario negro de Buenos Aires está la velocidad narrativa de un escritor de los 90, la potencia violenta de un ojo crítico que se sabe dentro de su propio laberinto y, sobre todo, la apuesta de crear un monstruo de retazos que, sólo al verse completo, cobra sentido.
El lector hábil encontrará una escritura vigente y poderosa, no sólo el registro de la voz de un hijo del exilio, sino la reinterpretación de quien decidió transformar la ciudad que habita, pero no aquella construida de edificios, casas y habitaciones; sino la ciudad interior de pequeñas historias que se entrelazan, se comunican o, simplemente, van como islas en el gran viaje de la existencia.
Diario negro de Buenos Aires es una novela que agradecemos con cariño quienes amamos el sur, quienes sobrevivimos a tanto caos de las bromas pesadas que nos sigue jugando la historia en nuestra Latinoamérica tan viva e inasible.

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