Rescate de la soberbia

Mientras más conozco el mundo intelectual, menos creo en el ser humano.

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Mientras más conozco el mundo intelectual, menos creo en el ser humano. ¿Cómo es posible que personas privilegiadas por haber tenido acceso a la educación y a la lectura, sean una de las principales fuentes de comportamientos anacrónicos y autoritarios en nuestra sociedad? ¿Hasta cuándo el intelectual se encargará de defender el conservadurismo y formar parte de la burocracia política? ¿Es hoy el artista un cómplice de la desgracia? ¿Un juguete taimado que simula hacer crítica? ¿Un farsante? ¿Un charlatán?

Desde la antigua Grecia, las tertulias científicas y de las humanidades se han encargado de relacionar sus conocimientos con la palabra divina, dejando de lado al vulgo ignorante incapaz de acercarse a la sabiduría. Los sofistas fueron un claro ejemplo de ello, ya que fueron los primeros en asignarle un precio a sus conocimientos y medalla a la intelectualidad, estableciendo jerarquías entre sus seguidores. Vinculados con el poder político, gran parte de ellos se encargaron de aleccionar a los aspirantes a puestos públicos, ofreciéndoles herramientas de oratoria y retórica para dominar, vía el lenguaje, a la población. Uno de los principales personajes que estuvo en su contra fue Diógenes de Sinope, que consideraba estas prácticas, en favor de la nobleza, como un acto inmoral de sus contemporáneos, estableciendo además a la libertad de pensamiento como principal fuente de la supervivencia artística.

Otras civilizaciones a lo largo de la historia han sido víctimas y promotores de la soberbia intelectual, al delegar el conocimiento a una formación divina y predestinada, imposibilitando la difusión de las ideas y castrando a la cultura de un progreso cronológico. Muchos de los principales escalafones de la aristocracia desarrollaron etimologías y conceptos ajenos a la población, como métodos secretos de iniciación y capacidad intelectual. De esta manera, nacieron escuelas diferenciadas entre nobles y civiles, además de castas y herencia de los cargos en los gobernantes, haciendo así su propio castillo infranqueable de presunta sabiduría.

El lenguaje también ha sido víctima del egocentrismo al establecer códigos, jeroglíficos o vías de comunicación ajenas a la época y con el afán de convertirse en un misterio para la humanidad. Algunas civilizaciones optaron, como una vía de comunicación de sus secretos más sensibles, el enigma, en vez de una escritura demótica más accesible. Para estos gobernantes que se consideraron a sí mismo como divinos, sólo algunos podían tener acceso a cierta clase de educación, y la justicia social sería tarea única y exclusivamente de los beneficiados.

Para nuestra cultura hispanoamericana y el idioma castellano, derivado de las llamadas lenguas romances, la diferenciación entre el latín vulgar y el culto fue por mucho tiempo un medio de incomunicación de la teología. Hoy en día, algunos pasajes continúan siendo un misterio bajo la máscara estética que engaña con su altivez. Sin duda, estas manifestaciones no representan más que varias formas de colonialismo.

Hoy en día debemos comprender todos los jóvenes que sueñan con ser escritores y aportar algo a la literatura que buscar fama o trascendencia, es una lucha perdida. Ante la cantidad de información de la que somos víctimas, el impacto del artista es intrascendente. Sin embargo, el escenario aparentemente sinuoso invita a la libertad creativa y al impulso vital de la creación. Los que piensen que sus complicadas cavilaciones son fuente de inspiración, elogian demasiado su existencia. El futuro está en el artista accidental, que ha encontrado en el sacrificio personal una fuente de inspiración. Un texto, composición o creación que logre conmover e inspirar a una sola persona, está justificado. El verdadero escritor es aquel que logra sensibilizar y hacer del alcance del sentimiento, el laberinto del pensamiento. Deseemos que el éxito y el progreso nos encuentren como consecuencia de lo que hemos dado, no en memoria de lo que se ha arrebatado. Seamos cooperativos antes de competitivos. Aprendamos primero a perder para saber triunfar. A su vez, los grandes ególatras como Nietzsche y Schopenhauer son personajes necesarios en la formación del pensamiento del individuo y la pereza mental del ciudadano común, a diferencia de los libros de autoayuda, que han causado un impacto negativo debido al aislamiento del filósofo en la academia.

Vivimos en una época en la que los principales escarnios y apoyos para las nuevas generaciones de jóvenes escritores quedan reducidos a una élite intelectual aristocrática que recibe becas vitalicias para apoyar al gobierno o simular hacer crítica contra él. Un tema preocupante actualmente es que hay una separación visible entre la cultura popular y la alta cultura. Argumentar que las bellas obras de arte europeas, la poesía de la época de oro español o la música clásica de Beethoven o Bach, están por encima de los boleros latinoamericanos o de la música popular de José Alfredo Jiménez, Violeta Parra, Julio Jaramillo o Carlos Gardel, nos lleva a olvidar que cualquier manifestación artística de cualquier época inicia con un malestar hacia la realidad. A menudo, los hombres incapaces de conversar ceden la palabra a la música.

Un ejemplo de humildad poética y musical fue el cantautor canadiense Leonard Cohen, ya que en su época de estudiante recibió varias propuestas de trabajo académico y de escritor en medios de información de prestigio; sin embargo, rechazo ambos caminos porque consideró que la música sería un medio más apropiado para llegar a más gente y evitar que sus poemas fueran presa de la burocracia.

 Síntomas claros de la decadencia cultural es la falta de tolerancia y la capacidad de ceder en nuestras relaciones laborales, sociales y sentimentales. Vivimos bajo el síndrome millennial: No hacer nada y creer que lo mereces todo. Así la incapacidad de crítica hacia lo que nos rodea y a nosotros mismos, nos conduce a un estado de egocentrismo e ineptitud al crear relaciones y afectos que perduren con el paso del tiempo. El deber de los intelectuales no es el de condenar al grupo de personas poco ilustradas, sino de acercarlos hacia la concepción de la cultura como la habilidad de aceptar la otredad. Los grandes triunfos intelectuales no consisten en separarse de lo divino, sino en bajar el cielo a la tierra para poder conversar con la humanidad.

El escritor Michel de Montaigne —para muchos el creador del ensayo moderno— dio vida a su obra en la torre de su castillo, teniendo como concepción de la filosofía la muerte. Es decir, la reflexión constante ayudaba al ser humano a prepararse para el trágico momento. Antes de su muerte, reconsideró y llegó a la conclusión que la filosofía era una vía para afrontar la vida. Todos tenemos toda una vida para arrepentirnos y, como lo hizo en su momento el también filósofo Ludwig Wittgenstein, caemos en la contradicción y antes de morir nos desmentimos.

La sociedad actual —que condena la duda, el error y la reflexión como un signo de debilidad— nos lleva a recordar a Montaigne y a muchos otros pensadores que lograron vivir una de las mejores cosas que le pueden suceder a los seres humanos: descubrir que estamos equivocados. El arte, en general, nos conduce a un estado saludable de desasosiego y empatía con el mundo que nos rodea. Permanecer en una constante búsqueda de lo que nos apasiona podría ser el camino del hombre consciente de su entorno y su imperfección. Ser cuidadosos con nuestras influencias nos llevará a ser parte de la formación de personas cívicamente educadas, sentimentalmente humanizadas e intelectualmente ilustradas. No debemos caer en la ficción absoluta. Sólo aprendiendo de nuestra realidad seremos capaces de crear un estilo de vida más benéfico para nosotros mismos, para nuestros semejantes y nuestra sociedad. Y es allí donde entra la labor del escritor, narrar la vida de un modo que implique el enriquecimiento intelectual y, sobre todo, emocional.

En el campo de las letras mexicanas, mucho tiempo existió una confrontación y visión beligerante ante la forma de entender la poesía, protagonizada por Octavio Paz y Jaime Sabines. El ganador del premio nobel de literatura, al final de su vida se fue encaminando a textos dotados de un amplio conocimiento del método pero carente de sentimiento. Para Sabines, poeta popular, la literatura estaba condenada a su desaparición si le daba espalda a las emociones. Muchos odian a Paz, otros lo veneran. Lo cierto es que los enamorados probablemente se sienten más afines a románticos comunes y corrientes que a los eruditos de camisa blanca. No hay peor esclavitud que vivir atado a las palabras, cuando no se tiene nada que decir con ellas.

Un personaje contradictorio al igual que Montaigne o Wittgenstein, fue Rousseau, autor del contrato social y promotor de las buenas costumbres sociales, fue intolerante e incapaz de llevar sus ideas a su realidad. Pero cuando publicó el Emilio, el parlamento lo condenó por incitar a la desobediencia civil.

Otros casos más, lo protagonizo Charles Baudelaire, primer rebelde de la aristocracia y los periódicos. Al morir contó sus escasas regalías. Escasas pero honorables. Por el contrario Hegel, y sus textos incomprensibles, fue como persona un joven viejo, un anciano sin vitalidad. Quienes lo conocieron, califican su vida de fría y pragmática. Por el contrario Goethe, con los pies en la tierra deseo que las generaciones alemanas llegarán a ser hombres antes que filósofos pedantes, incapaces de convivir con sus semejantes. Nunca olvidemos que las buenas lecturas nos hacen humildes; las malas, soberbios.

La reflexión y la crítica hacia el mundo que nos rodea es un mal necesario dentro de un mundo perfectible e incomprensible desde su nacimiento. Procurar la lectura, incentivar la cultura y formar grupos de personas con afinidades recreativas entre sí resulta necesario; sin olvidar que estas acciones son un sinónimo de libertad, y nunca un modo de engrandecimiento y exclusión. Usar al arte como un arma en vez de un medio de individualización —o para intentar sacar lo mejor de cada ser humano, como pretendían los griegos— es igual de agresivo y despreciable que un político llenando de espaldarazos a sus semejantes. Lo valioso nace en lo que no necesita decirse y, sin embargo, nos define.

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