Breve historia del tiempo (cuento)

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Invitado


Septiembre 01, 2019

POR JAVIER SEPÚLVEDA

Aquélla sería la última noche que el pequeño dormiría en casa de la abuela; ella lo sabía, pronto cumpliría trece y los caminos de la infancia quedarían atrás. Fue la mejor merienda que hayan compartido, o al menos esa sensación pareció inundar la cocina. Tras el habitual desfile de la preparación para la cama, la abuela lo arropó con la ternura de una amable despedida y besó su frente; le advirtió que aquella noche le contaría el cuento más maravilloso que había guardado en su memoria para un día tan especial como aquél. Fue quizá la armonía de ese momento, o sencillamente el cansancio de las horas de juego, que llevaron al pequeño a un sueño apacible apenas sintió una mano posarse sobre la suya, generosa como un remanso, al tiempo que comenzó el relato. Los ojos del pequeño estaban ya clausurados.

La historia era la de un niño que en el vientre de quien lo trajo al mundo pudo percibir los claroscuros que la existencia misma le tendría deparados; que nació y vivió los mejores años de su vida en los que fue descubriendo el mundo tomado de la cálida mano de su madre y el profundo amor de su padre, y aunque a cada instante iba dejando resabios de inocencia, siempre quedaba suficiente para imaginar futuros fantásticos que nunca llegarían. El tiempo pasó, el niño creció y se convirtió en joven, impetuoso, incansable, audaz, se dio cuenta de que el mundo era aún más grande de lo que había recorrido hasta el momento y seguro estaba de que algún día sería suyo; conoció el amor y el significado de la ternura irrepetible de la primera compañera; tejió lazos inquebrantables de complicidad con sus amigos.

Pero el tiempo no se detuvo y el joven se convirtió en hombre, arrogante, soberbio, proyecto consumado de alguien que lo puede y lo tiene todo, inquebrantable, con la fuerza para derribar una torre y sostener una muralla, pero tan frágil como una libélula, soportando noches eternas de soledad y de llanto, preguntándose si acaso podría regresar a sus primeros años. Así pasaron los días y el hombre se hizo viejo, uno de mirada serena, con la cadencia de un sabio, que parecía poseer todas las respuestas, aun cuando no había conseguido ninguna, ni lo haría jamás pues el tiempo lo detuvo y el viejo murió para convertirse en tierra; así fue inundado de radiantes amaneceres y de lluvias torrenciales, platicó con el viento y con los árboles, presenció rojizos otoños y esplendorosas primaveras, hasta que un día comenzó a desaparecer; sólo le quedaba un viaje más, a la eternidad para convertirse en nada o en todo; el niño que se hizo joven, el joven que se hizo hombre, el hombre que se hizo viejo y luego tierra, conocería el infinito; así llegó la respuesta que tanto lo había perturbado, una que le hizo comprender que nunca dejó de ser niño, porque a pesar de los desencuentros, de las noches de soledad y de insomnio, de las preguntas jamás respondidas, siempre guardó un trocito de inocencia en su corazón, el que le alcanzó para recorrer una vida con la esperanza de renacer, y así, con unas pocas lágrimas que aún le quedaban, buscó por última vez la cálida mano de su madre, un recuerdo del profundo amor perdido de su padre y claro está… el mejor cuento de la abuela, aunque ese ya lo conocía, no porque lo haya escuchado aquella noche en la que durmió hasta el amanecer, sino porque lo había vivido, porque se trataba de su propia vida, del cuento de un niño que nunca dejó de serlo a pesar de haberse convertido en joven, hombre, viejo, tierra, nada, todo, dentro de esa breve historia del tiempo.

 

* Escuela de Ciencias Sociales y Gobierno Tecnológico de Monterrey, campus Puebla 

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