La biblioteca ante el fuego que florece

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Efrén CALLEJA MACEDO


Septiembre 05, 2019

Un lugar común asegura que Borges dijo que siempre había imaginado el paraíso como una especie de biblioteca. Es importante la acotación “como una especie de”. Dado el carácter bifurcativo, memorioso, poético y quijotesco del autor argentino, las posibilidades son interminables. Otro lugar común hace del infierno un lugar de llamas eternas y calores abominables. Ahí se avivan las culpas, se sudan las promesas y se achicharran los falsos merecimientos. Visto así, la librería y el fuego podrían ser los extremos del bienestar y el castigo; la memoria y el olvido; la fe y la incredulidad; Ítaca y la renuncia.

De la unión de estos opuestos trata La biblioteca en llamas (Planeta, 2019), de Susan Orlean, crónica que sobre los rieles de lo detectivesco y lo biográfico persigue la identidad del hombre que inició el incendio de la Biblioteca Pública de Los Ángeles el 29 de abril de 1986. Así, la autora reconstruye los diversos momentos del suceso: el fuego, el agua, el humo, el pasmo, la reacción, los apoyos, la investigación, las sospechas, los traumas, las valentías, los retornos y lo irrecuperable.

Como investigadora, Orlean hurga en la vida del principal sospechoso y rescata las emociones de quienes vivieron —desde múltiples ámbitos— la tragedia del millón de libros quemados; las reacciones institucionales, políticas y ciudadanas; las personalidades que se involucraron para rescatar lo posible de los libros húmedos tras el trabajo de los bomberos; el vasto espectro de actividades cotidianas de la biblioteca y, especialmente, el poder de ese espacio para convocar, recibir y acoger a personas de todo tipo.

Por su parte, la lectora —esa misma que investiga el acontecimiento histórico— navega por los mares de su historia familiar para visibilizar la biblioteca como un referente existencial. Primero, como un destino compartido durante la infancia con su madre, una mujer que hacía del viaje a los libros una aventura íntima, amorosa, dialogante y continua. Después, como la síntesis de lo que rechazaba mientras daba forma a su individualidad: si sus padres nunca compraban libros —porque todo estaba en la biblioteca—, ella preferiría las librerías y haría una rutina del placer de comprar las lecturas. Finalmente, como madre de un estudiante que al elegir un servidor público sobre el cual escribir su tarea, opta por un bibliotecario. No es el viaje del héroe de Campbell, pero se le parece bastante.

Así, la pinza narrativa sostiene el relato que teje la historia del edificio —motivo de afectos y desafectos en todas las gradaciones—, los sueños cinematográficos de Harry Peak —otro gambusino actoral en Los Ángeles—, las siete horas del fuego —que llegó a registrar mil grados centígrados—, y el desdén internacional ante la tragedia libresca: el mismo día del incendio, el mundo se enteró de que había explotado un reactor de la Central eléctrica nuclear memorial V. I. Lenin, en Chernóbil, Ucrania, que era parte de la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Así resume Orlean la postura informativa planetaria: “El accidente nuclear de Chernóbil copó las páginas de todos los periódicos del mundo a excepción del Pravda, que trató la cuestión muy sucintamente y que, sin embargo, se las apañó para llevar a cabo una amplia cobertura del incendio en la Biblioteca Central”. Pravda —la verdad, en ruso— fue de 1918 a 1991 el medio de comunicación oficial del Partido Comunista. Acorde con el espíritu de la Guerra Fría, cada bando optoópor mirar la tragedia del oponente.

Entre las historias que Susan Orlean hace confluir en La biblioteca en llamas, una de ellas merece ser retomada aquí. Tiene que ver, por supuesto con Ray Bradbury, quien “no podía permitirse pagar un estudio, pero sabía de un sótano en la Biblioteca Powell de UCLA donde alquilaban máquinas de escribir a diez centavos la hora. Se le ocurrió que sería una especie de curiosa simetría escribir un libro sobre la quema de libros en una biblioteca. En cosa de nueve días, tecleando en la UCLA, Bradbury le puso punto final a El bombero, que había acabado convirtiéndose en una novela corta. Gastó nueve dólares con ochenta centavos en el alquiler de la máquina de escribir”. Para darle un nombre adecuado a su nueva obra, el escritor llamó al jefe del Departamento de Bomberos de Los Ángeles y le preguntó a qué temperatura ardía el papel. La respuesta se convirtió en el título: Fahrenheit 451.

En LEM creemos que la biblioteca es una “especie de” milpa de palabras posibles. Por ello, vale la pena cerrar con un fragmento del poema “Fuego que florece”, de Wildernain Villegas, poeta maya: Las palabras/ sean semillas que mueran en el polvo/ y resuciten con el rocío de tus manos// Los versos/ gotas de maíz para cultivar tu nombre/ en la llanura fértil del lenguaje/ y crezcan espigas/ alimenten a las nubes/ maduren mazorcas/ y viertan sílabas fecundas en el canto.

*Centro de producción de lecturas, escrituras y memorias (LEM)[email protected]

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