El no saber del reportero de la República

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Efrén CALLEJA MACEDO


Septiembre 19, 2019

La lectura es un acto anacrónico en el que todos los tiempos confluyen para generar alteridades presentes. El hecho visible, la decodificación del texto, produce efectos invisibles: generación de discursos paralelos, interpelación de memorias, apertura de posibilidades, desprendimiento de diálogos y persecución de monólogos. A veces pasa todo eso; a veces, nada. En ocasiones, como al enfrentar El vendedor de silencio (Alfaguara, 2019), de Enrique Serna, la lectura se convierte en un manantial de acontecimientos externos al propio texto. Cada página es una gota más en el vaso nacional, que nunca se desborda.

Con la figura del periodista Carlos Denegri como epicentro, Serna construye una novela-retrato del México del siglo XX, el de las ocho columnas aprobadas por la Secretaría de Gobernación, los noticieros con el crédito del patrocinador en el título, los pagos por menciones en las columnas de opinión y el florecimiento de frases que hicieron historia en las salas de redacción, las escuelas de periodismo y las borracheras gremiales: embute que no te corrompa, tómalo; no pago para que me peguen; la hora que usted diga, señor presidente; si el sobre es grande, la nota es chica. Sin olvidar la presión gubernamental por medio del encarecimiento del papel; las llamadas para reconvenir a los directores de los diarios; las invitaciones al exilio, y los emisarios del entrelíneas.

Al mismo tiempo, gracias al territorio de impunidad delimitado por la clase en el poder y los empresarios voraces, floreció el periodismo corrupto, orgulloso de su poder vicario, trepador de línea ágata, aspirante a portavoz disciplinado, machista por benevolencia, emisario de las advertencias, usuario continuo de la charola oficial, borracho con violencias varias y corifeo de las aspiraciones políticas. El mejor de esta especie, por decirlo de alguna manera, fue Carlos Denegri, quien escribía reportajes impecables con la misma solvencia con la que chantajeaba gobernadores, golpeaba mujeres, arrastraba sirvientas, movilizaba policías y comercializaba su archivo.

Su columna en Excélsior era, simultáneamente, acta ministerial, oráculo, guillotina, trampolín, admonición y, sobre todo, la confirmación de su señorío sobre las trayectorias públicas.

En ese México protagonizado en el ámbito periodístico por Julio Scherer —el mirlo blanco del periodismo impreso— y Jacobo Zabludovsky —el inmutable portavoz televisivo de la visión oficial—, Denegri osciló entre ambos oleajes. Impecable la sentencia de Scherer: “Es el mejor y el más vil de los periodistas”.

También es redonda la descripción de Paco Malgesto para contextualizar al periodista como personaje de sociales, explicitar la importancia de leerlo y consagrarlo como institución oficial: “En el mundo de la prensa también hay figuras que resplandecen por su talento y hoy nos recibe en su nuevo hogar una celebridad del periodismo a quien todos los mexicanos bien informados conocen y admiran. Su presencia no puede faltar dondequiera que haya un acontecimiento importante. En barco, en avión, en lancha o a caballo, siempre llega en el momento justo a la cita con la noticia. Con ustedes el periodista non, el reportero de la República, el incansable trotamundos Carlos Denegri”.

Mientras recorre los tropiezos profesionales, amorosos y psicológicos de Denegri, la novela de Serna revela los ocultamientos que edifican el conocimiento del periodista: su saber es un no saber.

Así, cada tanto, Denegri asume su papel de cronista maniatado por las ambiciones y los favores: “Un chanchullo del tamaño de la propia torre y las prueba enterradas en su archivo. Quizá nunca saldrían de ahí, pues los expresidentes eran intocables. Ah, si pudiera desnudar a la familia revolucionaria, cuántas reputaciones se derrumbarían, cuánta mierda manaría a borbotones hasta inundar los barrios residenciales, las oficinas públicas, los edificios corporativos de las empresas.” Es cierto, también, que sólo la confianza de sus amos le permite admirar la corrupción tras bambalinas.

Denegri ve porque es experto en mirar para otro lado: “Ésas eran las preguntas que hubiera debido hacerle si pudiera cometer indiscreciones. Pero los presidentes de México sólo accedían a hablar con la prensa a condición de que no los pusiera en aprietos y cualquier atrevimiento hubiera podido costarle caro.”

Finalizada la lectura de El vendedor de silencio, en LEM nos preguntamos cuánto de lo escrito es pasado, cuánto de lo narrado es presente y cuántos de los episodios están en ciernes. Es posible que Enrique Serna haya escrito una extensa versión de la frase atribuida a Fray Luis de León: “Decíamos ayer…”

*Centro de producción de lecturas, escrituras y memorias (LEM)

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