Perder ciudades

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Yussel DARDÓN


Diciembre 14, 2019

Pienso en una frase extraña, ajena a las circunstancias de su transcripción, quizá hasta de su concepción; una frase —tal vez una apropiación— que contiene, palabras más palabras menos, un abandono: “viajar, perder países”.

Esta frase que el catalán Enrique Vila-Matas atribuye a Fernando Pessoa es quizá el epígrafe de un parpadeo, del guiño de un antes pequeño, ahora adulto, que recorre instantes para ser uno mismo siendo otro.

Es en el ejercicio de rememorar que uno conoce y reconoce detalles, aspectos de una vida que conforman un álbum, un diario, una bolsa llena de piedras o arena.

Qué es una ciudad sino todas y cada una de las posibilidades de perderse en ella, de desandar pasos para fabricar nuevas rutas con la sospecha errónea de un trayecto vertical.

Qué es una ciudad sino la intuición de fabricar dudas y todo aquello que represente, además, un no lugar, un atisbo de memoria.

Entonces: caminar, perder ciudades.

Pienso en Puebla como la ciudad que fue, el territorio de mi nostalgia, aquella que recorrí con la mirada y que transité de la mano de mi madre, la mujer que me enseñó que uno es la ciudad que traza con sus pasos, que uno es el olvido que va dejando tras de sí.

Mi familia se forjó en los talleres del barrio de La Luz, donde los titanes de barro metían loza a los hornos, donde el sentido de comunidad regía los días, donde el “Chechenta”, de pie frente al portón de la iglesia, aguardaba la llegada de los lunes para ir al Club de Leones y bailar como sólo Dios lo hace cuando está contento, donde las rencillas con los barrios de Analco y El Alto eran la constante.

Ahí en La Luz las fiestas que celebraba la señora Tomasa, mi bisabuela, eran festines que duraban días. Mi madre me contó historias sobre los convites, sobre la angustia de la familia porque todo saliera bien, por los obreros entrando y saliendo de la casa con tablones y sillas en hombros. Supe por ella de los kilos y kilos de pasta de mole que preparaban, de las aguas de horchata y los refrescos Jarritos, del dolor en las manos de los niños que limpiaban las nueces que servirían para los cientos de chiles en nogada que preparaban. “Y allá ellos si se comían un puño de nueces. Los regaños de tu bisabuela eran terribles. Jalones de oreja, patilla o cola de caballo eran su especialidad,” me contó mi madre.

“Uno es la ciudad que ya no es,” pienso al recordar las anécdotas de Estela Dardón, la compañera adscrita al Partido Comunista que hizo de la Universidad Autónoma de Puebla su fortaleza, aquella que desde muy joven se atrincheró en el centro de la ciudad para hacer de él su hogar, el mismo que compartió conmigo y después me obsequió como uno de los mejores regalos.

La Puebla de mis nostalgias inicia desde la calle 46 Poniente, zona “caliente” donde guerreros y tramposos, sátiros y alcohólicos, ladrones y camaradas, amigos y contrarios colorearon mi infancia en la colonia Santa María, la primera colonia de la ciudad donde las quintas, el camellón con árboles, la Casa de los Ídolos, el lejano recuerdo de un lago con patos; la panadería El Vimal, la tienda Mi Lupita, los Tacos Karina y la Diagonal Defensores de la República eran los campos de batalla del niño que con su bicicleta se transformó en “El Llanero Solitario”, ese ídolo de la infancia por el que tuvo los peores cortes de cabello de la primaria “Aurelio Machorro”, sitio donde conocí lo que era pelear por el territorio, donde recibí y asesté golpes junto a la palomilla de amigos, vecinos de Santa Anita y El Tamborcito.

Siempre he sido un animal cuya sangre es la saudade, un animal que habita el centro de la ciudad y que reconoce la geografía a partir de los negocios por los que pasó: la taquería Mocambo, los mismos que en un origen fueron marisquería y que se convirtieron en los mejores tacos de carne asada del centro; los mixiotes de Los Barrales, un manjar abreviado que se contiene en apenas unos gramos de carne y consomé; la original Taquería Oriental, donde el recuerdo del dueño sentado en la entrada del negocio, que en una ocasión me obsequió un taco, me hizo el día luego de que viera a mi madre angustiada por la huelga sindical en la Autónoma de Puebla; los ambulantes que todos los 5 de enero toman el Centro y que ayudan a que los “reyes magos” consigan los obsequios para los niños, una misión que junto con mi madre realizamos por el hecho de conocer el centro de madrugada, y por mi muy particular deseo de entrar una vez más a Almacenes Armenta, donde “si usted se despacha solo, Armenta le descuenta”.

Mi memoria me lleva al Edificio Carolino, cuartel de la cada vez más extinta autonomía universitaria y el cubil felino que recorrí hasta el cansancio, hasta el extravío. Los túneles y catacumbas, el elefante en la entrada, los cuadros extrañamente perdidos, el Arronte y el gimnasio, eran para mí la joya de la corona del Centro, una joya que ahora se niega a revelarse como tal.

Habitante del Centro Histórico de Puebla, he visto con nostalgia el abandono, la transformación, el secuestro de sus calles, la bandera de la modernidad como excusa para alejar la tradición. He visto irse a la quiebra los negocios de sodas, de ropa para niños, ferreterías, ultramarinos, peluquerías, tiendas deportivas. He visto la derrota del Café Aguirre, de los cines gemelos y de las “maquinitas” Chips y Chispas… los he visto sucumbir ante las plazas comerciales, franquicias, complejos, tiendas departamentales.

Ahora pienso que Puebla es un triunfo engañoso, un monstruo que se transforma en silencio, un cetáceo de concreto, ese que, como escribió Herman Melville, “no está en ningún mapa” porque “los lugares verdaderos nunca lo están”, pero que vive en la memoria.

Puebla, lo sé de cierto, siempre será la nostalgia, una bitácora de recuerdos en la que escribo todos los días mientras camino. 

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