El resto es novela
Adentrarse en un tomo ya recorrido es confirmar que el lector y el libro fuimos otros
La relectura es la caza de las palabras perdidas. Adentrarse en un tomo ya recorrido es confirmar que el lector y el libro fuimos otros. Ese dúo del pasado estableció afectos y enconos propios de su tiempo y su mundo. Cuando acontece el reencuentro, algo de lo vivido permanece, pero es inevitable descubrir que la selectiva memoria fue condicionada por los afectos de quienes nos precedieron. Por ejemplo, el lector actual atesora como bufanda emocional la solicitud póstuma de Marina Tsvietáieva —poeta y suicida, pero mucho más lo primero que lo segundo—. Una y otra vez ha rezongado en silencio —escandalosamente en su cabeza— con esas catorce palabras que iluminan el caos personal en medio de la oscura desorganización general: “¡Pido se me conceda el empleo de lavaplatos en la nueva cantina de Chistopol!” Este lector nunca se preguntó dónde había leído esta petición laboral por primera vez. ¿Qué importancia podría tener eso? Tal vez sí merece la pena saberlo, porque en el descubrimiento de esos versos germinó el asombro ante el vacío, la búsqueda de la poeta y el encuentro de estrofas como ésta: Sobre esta ciudad que canta brillan cúpulas,/ y el vagabundo ciego canta loas al Señor…/ Y yo, yo te ofrezco mi ciudad con sus campanas,/ Ajmátova, y con ella te doy mi corazón. Es decir, durante aquella olvidada primera lectura el mundo se transformó. ¿Puede el mundo cambiar sin dejar huella? Sí. Hasta que acontece la relectura. Entonces, del encontronazo entre el primer lector y el actual leyente nace el anacronismo que reúne todos los tiempos. En ese remolino, el lector se ve a sí mismo veinte o veinticinco años atrás, en el malecón de Veracruz, parapetado en las páginas de Las palabras perdidas (Fondo de Cultura Económica, 2002), de Jesús Díaz, libando en el mar jarocho la trama habanera de los güijes: su ímpetu por publicar un suplemento de alta literatura, la apuesta vital por la poesía, el desplante de los epitafios a los autores consagrados, la movilidad de la Torre Ostánkino, el reparto de apodos, la selección de fotografías para el primer número, el juego de los funcionarios… En la relectura, los personajes brotan como fantasmas cercanos. Poco a poco toman cuerpo y voz. Apenas en la trama, el Rojo y el Flaco entran a la librería para llenar las mochilas con todos los títulos posibles, uno sabe que ha estado antes ahí, que sentado en el malecón escuchó el grito de “¡Los argentinos!”, emitido por el Flaco. También preguntó con el Rojo: “¿Y Borges?” La relectura, por lo tanto, es como sentarse en el barrio de la juventud y repasar existencias con la flota no vista en más de dos décadas: ¿Recuerdan cuándo caminamos toda la tarde para llegar a la quema del viejo en el Infonavit Buenavista? También, por supuesto, es naturalizarse obvio y repetir con Neruda: “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Leer de nuevo Las palabras perdidas es apresurar el paso de las páginas para confirmar la pervivencia del gran momento: “Silencio en la sala —dijo el Gordo— escuchemos a la Una”. Tras las carcajadas, Una lee, y es como si la novela empezara de nuevo. ¿Qué había en ese personaje que me conmovió tanto?, se pregunta el lector mientras revive el sentimiento ante las peripecias de la poeta en busca de su Pasternak. Así se llega al principio de los tiempos, a ese fragmento olvidado por el lector del malecón y recuperado por el relector: “Puso el pollo y el arroz en el fogón, empezó a lavar los tomates y, de pronto, exclamó: ‘Pido se me conceda el empleo de lavaplatos en la nueva cantina de Chistopol’. Poco después de escribir aquella escueta solicitud, Marina se había ahorcado. Una solía repetirla al cocinar, lavar o fregar, y con ella pensaba dar fin al ensayo sobre la Tsvietáieva. Le parecía que encerraba un pudoroso patetismo, capaz de fundir el drama de cualquier mujer con el de una de las poetas más genuinas del siglo, un ser infinitamente vulnerable, cuyo marido había sido asesinado y cuya hermana e hija estaban en campos de concentración en el momento en que ella decidió abandonar este mundo.” El resto es novela, paralelismo literario. Ahí, en esas líneas ocurrió un hallazgo fundacional. Al recorrerlas, los dos lectores se encuentran —con sus respectivos ejemplares—, extienden una de sus manos y dicen, como los güijes de Las palabras perdidas: “Entra”. Por todo esto, desde LEM les deseamos felices relecturas. *Centro de producción de lecturas, escrituras y memorias (LEM)
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