Dos cuentos

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Invitada


Febrero 08, 2020

Por Jaime Muñoz Vargas


Recorte

Doroteo, mi mecánico, no tenía por qué saber que soy escritor, así que jamás se lo había dicho, pero hace unos días se enteró solo y me lo compartió con una pregunta disparada a quemarropa: ¿Usted es escritor, verdad? “Sí —le respondí—, ¿cómo lo supo?.”

Me explicó que hace poco colocaba unos periódicos debajo de un motor en reparación y en una página vio mi foto y el encabezado: “Escritor de Torreón gana premio de poesía”.

Tras leer, supo de mi trayectoria. “Es usted muy importante, profe”, afirmó con sencillez y, creo, sinceridad. Padecí la pequeña incomodidad de dar alguna explicación en tierra baldía, pues realmente no me sentía nada, ni importante ni nada; aquel buen hombre, sin embargo, me pidió un favor: “Espere, déjeme le traigo el recorte, aquí lo tengo”.

Fue al cuartito aceitoso donde guardaba la herramienta y al rato volvió con una hoja suelta de periódico en la mano (la tomaba de una esquina para no mancharla con sus dedotes grasosos): allí estaba mi foto en pose mamona de brazos cruzados y la nota, en efecto.

Era de un diario de la capital que no supe cómo había llegado a parar en el taller, y me compartió el papel.

A lectura veloz leí la nota; estaba asombrosamente bien redactada y daba cuenta del título del libro ganador, de los jurados, de la importancia del premio, del monto económico que pronto me iban a entregar (cien maracas) y de otras generalidades más o menos estandarizadas de la información literaria, como una breve ficha biográfica y la cita textual de un comentario inevitablemente difuso expelido por un jurado sólo para salir del paso: “… su poesía combina con destreza elementos de la cultura popular y un experimentalismo que se materializa con cierto desenfado en versos de suyo…”.

Pensé que el mecánico iba a regalarme el recorte, pero no dijo nada, casi me lo arrebató, lo miró de nuevo como con vaga satisfacción y tras un breve silencio volvimos a un asunto más terrenal: mi Volkswagen.

Doroteo me dio una explicación técnica e inentendible sobre los problemas en el motor y cerró la cotización con la suma de dinero más alta que me había dado desde que yo era su cliente.

Tuve que decirle que sí sin regatear, pues de mecánica sé lo que mi mecánico de supervivencia en la poesía. Allí entendí literalmente lo que significa el precio de la fama.

 

Asesor

El nuevo asesor era, como yo, una mierda, pero en su caso creo que se pasaba de tueste. Yo había conseguido el jale por medio de mi primo, empleado estrella en una de las empresas del precandidato.

Se enteró de que su patrón había despertado una mañana con “el gusanito —así decía— de la política” y entonces lo conversó con mi pariente, quien me recomendó.

Casi no nos veíamos, pero él sabía que estudié ciencias políticas. Por suerte ignoraba mi condición de desempleado cuando llamó: “Kevin Fernando, mi patrón, quiere entrar en la política y necesita un asesor”, me dijo. Y añadió las palabras mágicas: “Le dije que eres una cuerda para eso”.

Me hice el ocupado en mil chambas, claro, pero accedí. Al día siguiente yo estaba en la oficina del tal Kevin Fernando.

Tenía poco más de cuarenta, usaba camisa esport de buena marca (desfajada, como se estila ahora), zapatos sin calcetines, medio aputados, y jeans con una que otra rotura intencional.

Tenía imagen juvenil, fresca, muy sana, era bien parecido y daba la impresión de haber vivido al margen de los sufrimientos habituales para la humanidad.

Con un choro alarmantemente precario pero muy convencido, trató de explicarme cuál era su interés. Resumo su rollo: en una sobremesa alguien le había dicho que tenía buena pinta para andar “en política”, que podía lanzarse para diputado y, si le iba bien, quién sabe, no estaba tan mal pensar que luego para alcalde.

En el aspecto ideológico habitaba, obvio, La Absoluta Nada, así que le daba lo mismo “inscribirse” —así dijo— en el partido que fuera, siempre y cuando le garantizara posibilidades de triunfo.

Por supuesto se trataba de uno de esos winnercillos pedorros que por una mezcla de aburrimiento y voracidad se enrolan en la política, y en el camino, para lograr lo que desean, hacen el sacrificio de besar mejillas de señoras precaristas y cargar, para las fotos, niños atestados de liendres.

“Voy a meterle lana a este proyecto —añadió— y lo primero que necesito es un asesor, un experto en política”.

Se supone que el experto era yo, así que acepté.

Fijamos un pago ciertamente jugoso para mí, y comenzamos. Lo primero que le dije fue fundamental: que yo debía acompañarlo a todas sus reuniones y que yo no hablaría, o hablaría muy poco: “El político siempre debe tener un brazo derecho misterioso, como Salinas y Fujimori, recuerde”.

Accedió pese a mi charlatanería y comenzamos a diseñar “la estrategia”. Poco después alguien, no sé quién, le recomendó al otro asesor.

Nos vimos con él en la casota de mi jefe. Era un bicho con todos los tics del motivador, un idiota muy seguro de sí mismo, y apantalló al precandidato. Yo nomás escuché.

El tipo comenzó con una especie de antropología de los abrazos: “Usted debe iniciar por el dominio del abrazo. El abrazo político, de palmada sobria pero firme.

El abrazo empresarial, que debe ser acompañado por sonrisas de triunfo. El abrazo a niño de la periferia, en cuclillas y dejando que la cabeza del pequeño caiga en el hombro adulto.

El abrazo a la mujer atractiva, distante para evitar malos entendidos…” El nuevo asesor era una mierda, pero no me asombré. En este mundillo casi todo era eso mismo.

 

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