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Historia del Acoso

Hace mucho tiempo, desde que empezó a mandarme mensajes.

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Hace mucho tiempo, desde que empezó a mandarme mensajes, me puse a pensar sobre cómo muchas mujeres vivimos acoso y cómo lo hemos soportado, naturalizado, justificado y muchas veces pasado por alto. Siempre sentí que esas prácticas de acoso sólo se daban en algunos espacios.

Después de muchos tragos amargos de café mal tostado de esos que te hacen daño, entendí que no es así, que el acoso viene y está ahí, en procesos sobre los cuales ni siquiera debería de existir, o al menos donde se vuelve tan invisible porque está normalizado, como en la misma casa, en tu espacio, con los tuyos. ¿Cuántas de nosotras no hemos escuchado el caso de alguna mujer que lo haya vivido? Es más, ¿cuántas de nosotras no hemos sufrido este horrible acto llamado acoso?

El acoso hace más que reforzar la idea de que quien te acosa tiene el poder o el derecho de hacerlo. El acoso también cambia tu vida, te provoca miedo, angustia, depresión algunas veces; y en otras hasta el terror de volver a hacer lo que hacías por no querer revivirlo. El acoso rompe con tu rutina, la transgrede, te maltrata emocionalmente y, en verdad, te jode el alma.

Vivir acoso es una de las cosas tan normales en los últimos días, pensé ese día, el primero en el que él intentó besarme a la fuerza. Y digo tan normales porque la hemos naturalizado: no falta quien en la calle haya sido hostigada por una persona, quien en la escuela a una de sus compañeras la estén molestando, quien en las redes sociales haya recibido miles de mensajes, otras más que por sus exparejas sean molestadas, y algunas en las que su trabajo sea un lugar propicio para el acoso.

Al final de todo esto, algunos hasta acá pensarán que estoy exagerando, y es así como me doy cuenta que al acoso lo hemos naturalizado. Y es que en México el 91 por ciento de los casos no sé denuncian, terminan en un llanto por parte de la víctima, un abrazo para ella y un “para la próxima toma precauciones”. No quería pensar en lo que pasaría si denunciaba, mis amigos ni siquiera me creían, ¿cómo iba a creerme alguien más?

Un día, cuando él me envió un mensaje con una foto de su pene, por fin decidí hablar con alguien, pero, ¡vaya tontería!, sólo recibí un gran sermón sobre qué fue lo que yo hice para que él pensara eso. Quizás le había “dado entrada”; quizás yo le había coqueteado… Y entonces sentí en carne propia lo que viven las miles de mujeres que denuncian, la maldita revictimización, esa que te hace sentir que tú fuiste la culpable de que te pasaran cosas como éstas, porque claro, una es la que debe cuidarse de no ser acosada.

No tenía en ese momento a dónde ir, mis posibilidades económicas y los recursos con los que contaban eran nulos. Mi única seguridad era la silla con la que atranqué mi puerta cada noche, porque no quería ser parte de las 2 mil 733 mujeres que han sido agredidas sexualmente.* Al menos eso había leído en un diario como las estadísticas de mujeres que sufren violencia según el Inegi (* censo de 2018).

La única mujer en estos días era la voz de mi madre, que escuchaba por el teléfono todas las noches, ella creyendo que era un gesto bello de aquella hija que estaba lejos. Pero no se imaginaba que era su voz la que me reconfortaba y me daba valor para seguir saliendo de mi cuarto todos los días.

Nunca tuve la valentía de contarlo, sobre todo porque ya suficientes cosas en la vida me han dolido el alma, como para saber que mi “lugar seguro” también me lo estaban rompiendo. El acoso vivido por parte de alguien a quien le has confiado tu espacio puede ser devastador, porque te enfrentas al acosador de una manera muy vulnerable, con toda la guardia abajo y en plena confianza de la persona con la que estás conviviendo.

Vivir un acoso es una de las cosas que más destroza, y que a la vez lo hemos vivido varias. También sé que he llorado mucho. Hubo mañanas en que el café sólo me dejaba un sabor amargo; en que pasé noches enteras sin dormir, noches atrancando la puerta de mi cuarto para sentirme por un momento segura; noches llorando y preguntándome por qué, esperando tener el valor necesario para denunciarlo.

Pero quiero que sepan que no están solas, que para eso está mi historia, que busquen a sus más cercanas y sobre todo que le demuestren al acosador que no puede, no debe y no tiene el derecho de hacerles pedazos su vida. Porque vaya, querido lector, que mi acosador me destruyó la mía.

Después de un trago amargo decidí sentarme a escribir la historia que se quedó inclusa. Luego de varios meses de acoso, no pude más, decidí ponerle fin. Pero a partir de aquí, todo en esta vida me parece repulsivo. El olor a cigarro me da náuseas, me duele la cabeza de sólo recordarlo. Me repugna porque me lo recuerda; me recuerda todas las veces que lo escuchaba abrir el portón de la casa en la noche, el sudor a gente, el horrible sonido de la música de este día, que por cierto espero nunca volver a oír; y sobre todo ese estúpido color carmín que yo usaba en labios.

Corrí, me perdí, no sé dónde estaba. Ahora soy otra, una piltrafa de lo que era cuando arribé aquí, un fantasma que camina por las calles. Este día todo iba a ser fiesta, mi amigo había decidido escucharme, parecería que platicaríamos de lo mío, de lo suyo. Pero, ¡carajo!, cómo no lo vi venir. ¿Cómo fui a creer que había entendido que lo que él hacia estaba mal?, ¿que por fin le pondría un alto a meses y meses de lastimarme?

Lo que sigue lo resumiré en una agresión verbal y física, un toqueteo que terminó en un asqueroso beso que aún me repele. Un empujón torpe, una mujer convertida en niña corriendo con lágrimas… y la vida, mi vida, hecha mierda.

“¡Lo siento! –me dice–. No quiero hacerte daño, sólo me gustas, pero tú no te dejas, la pones muy difícil.” Le grito, me humilla, sus palabras ya no me lastiman, me ha llamado tantas veces “puta” que no hace daño, me toma por la fuerza. Y de repente… NADA, no escucho nada, no siento nada, sólo un líquido correr por mi cuerpo. Se nubla mi mente, intento escapar.

Por cinco cuadras siento paz, pero no puedo con mi miedo, me recorre toda. Y me vienen a la mente los tres meses que mi compañero de casa, mi amigo, llevaba acosándome. Las veces que no me creyeron, que me dijeron loca, que me señalaron por empezar a alzar la voz, y lloro. ¡Maldita sea!, le di cinco minutos para alcanzarme, me vuelve a tomar y ahí, entonces, es donde termina todo, donde terminé yo.

 

Nota: Sé que a mamá le entregaron mi cuerpo, le dijeron que estaba borracha y seguro drogada, que estás cosas pasan, que tratarán de investigar. Así que, querido lector, si usted ve a mi madre, por favor abrácela.

 

Acoso sexual, Puebla, Paro de mujeres, Un día sin nosotras, un día sin ellas, Puebla, manifestación, feminismo, Pilar Trejo 

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