Autodestrucción para docentes

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Luis J. L. Chigo


Abril 22, 2020

Comenzaron las clases virtuales. Las de a de veras.

Todo lo anterior al 6 de abril no fue más que un ensayo colectivo para demostrarnos qué era lo que estaba a nuestro alcance lograr.

Lastimosamente esto se reduce a una serie de palabras cuya residencia, en la mayoría de los casos, está en Silicon Valley: Zoom, Classroom, Drive, Discord. Microsoft.

Google. De algunas de ellas ni siquiera sabía cómo se pronunciaban, por lo que terminé olvidándolas. Se trata de un emporio ahora incrustado en la educación del país.

La SEP qué.

Pienso en ello cuando estoy por llegar a Torrecillas, la estación de la Línea 2 del RUTA. Me parece sustancial este punto: el cruce entre la avenida Las Torres y la 11 Sur es el cruce más clasista en la ciudad: en dirección al Centro Histórico están el Club de Golf y Angelópolis; en sentido contrario llegamos a San Bartolo y San Ramón. Todo se decide en esa cruz de carreteras cuyo INRI es el Periférico, donde el cadáver de concreto de Puebla se desangra. El autobús de dos vagones es como la lanza atravesando al nazareno. En realidad extraño pasar dos veces al día por este punto porque más adelante está una de mis razones vitales, el salón de clases.

En un irregular edificio azul, frente a una unidad habitacional, paso el día impartiendo clases de Literatura, Lenguaje y Filosofía. Se trata del mayor ejercicio de imaginación jamás inventado, ¿cómo le haces comprender a un desalmado de 16 años lo importante de leer poesía? ¿La muerte de Zapata? ¿El movimiento del 68? ¿El Halconazo? ¿La sonoridad de un texto? ¿La comprensión de sus sentimientos? ¿La oda al aguacate? ¿El mundo de las ideas?

Dar el saludo. Borrar los apuntes del profesor anterior. Pasar lista. Repartir las copias. Hoy caminaré en cruz, en círculos, dibujando una estrella. Les pediré que se levanten, que hagan equipos. Me detendré junto a la puerta, le preguntaré al más distraído. Me sentaré en el escritorio. Hoy llevo un cuento con groserías pero la siguiente semana leeremos poemas cursis. O todo lo contrario: hoy toda la clase estaré sentado, al centro del salón. Quizá enojado porque no hicieron la tarea, enojo que durará un mes –dicho sea de paso, también es válido.

La actual pandemia nos ha arrebatado el aula. Una plataforma digital es la conjunción de varias personas a distancia. Se rompen barreras, se puede llevar a cabo desde cualquier punto, pero borra mi exaltación al leer o la cara de hartazgo del adolescente esperando la campana para patear un balón. Borra las mejillas sonrojadas de quienes piensan en sus parejas cuando escuchan citas de amor. Elimina la indignación de un ceño fruncido ante el abuso histórico del estado. Estos rostros al menos son auténticos y muy mexicanos, no sé cuántos millones se estarán llevando Larry Page y Sergey Brin por eliminarlos.

Pero también hay que recordar que, anterior al virus, las condiciones para dar clases nunca habían sido las óptimas.

Cuando las deficiencias no son las del mobiliario seguramente las encontraremos en la pedagogía porque es de los trabajos más fáciles de realizar pero peor remunerados. Cuando no, un papá o mamá sobreprotector o un alumno mal desayunado. O un prefecto corrupto. O un resumen de contenidos configurados para alienar.

Yo que predico autodestrucción –como dijera La Trola– al ver la Terminal Margaritas, cercana a la escuela, la vida me vuelve al pecho.

Hoy extraño el aula y todo lo que ocurre dentro de ella. Se nos ha olvidado, desde antes del Covid-19, el ejercicio de empatía: los alumnos también sienten, como nosotros sentíamos a los 16 años. Eventualmente el SAT nos obligaría a ser más cerrados, pero, ¿de verdad la pasamos todo el tiempo mal dentro de un aula de bachillerato?

A propósito de mi cátedra de autodestrucción –todo está mal allá afuera, empezando por nosotros mismos–, la última vez se la prediqué a una señorita candidata al bachillerato –también fui docente en la secundaria de ese centro escolar– y ella me dio un revés de optimismo interesante.

Mis ganas de abandonar el barco, de acabar con mi viacrucis diario de punta a punta de la ciudad, de periferia a periferia, se las traduje en un inconformismo con mi propia persona. “Yo siempre parezco cadáver, duerma o no”, le dije. A tanto discutir si sí o si no, encontró una solución maravillosa. “No, no lo es, ya deje de decir eso, mejor diga soy el cadáver más bello de todos los muertos vivientes”.

Hay quienes sí se graban lo que digo, incluso por encima de mis metáforas de moribundos. Las modifican para que pueda observar lo que para ellos es claro. Hasta ganas me dan de llegar a ser más viejo que Cristo y Morrison.

Algunos aprecian lo que hago en las clases. Lo digo y no lo creo.

Imagínense si no quiero volver al aula.


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