Tú, Yo y el Rayo

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Jesús RAMOS


Junio 11, 2020

La descarga eléctrica de mil millones de vatios cruzó la puerta del cielo, llamó a gritos a su guardaespaldas el trueno, sorteó la frontera de nubes, y el trazo en silueta de raíz que proyectó desde la bóveda celeste iluminó al mundo en su esplendor natural. El brillo que despidió fue tan intenso que superó al sol y tan inesperado que asustó a la raza humana; antes de atreverse a descender por completo se suspendió un instante en las alturas, con ojos invisibles buscó al blanco, cuando lo descubrió escabullido entre los de su misma especie fue directa al gigantesco árbol de mango y de un seco latigazo lo partió en dos desde la copa hasta la base del tronco; una mitad del coloso de cuarenta y cinco metros de altura azotó en el suelo por donde nace el sol, la otra por donde se oculta. El ambiente campirano se inundó de humo, polvo y olor a leña chamuscada, se tornó catastrófico. El puño de acero con que aquella fuerza descomunal golpeó al árbol cimbró las casas y jacales de la comarca veracruzana e hizo sangrar los oídos de sus habitantes. Nadie tuvo memoria de un trueno de semejante magnitud, ni los abuelos de los tatarabuelos lo hubieran recordado. Fue como si un pedazo de cielo hubiese caído estrepitosamente. Era un Rayo, no ordinario ni habitual, sino espectacular y terrible en plena primavera. 

Al mismo tiempo, a setecientos kilómetros de ahí, otra descarga similar de energía viva y cegadora bajó de la cúpula cósmica, se suspendió al nivel del último piso de la Torre Latinoamericana de la Ciudad de México, los turistas que fisgoneaban la urbe desde la cima de esa joya arquitectónica observaron su pausa, y de entre los miles de transeúntes que caminaban por el Paseo de la Reforma se dirigió selectiva a uno en especial, a Moctezuma en el momento justo que cruzaba la línea peatonal de la calle Hidalgo; lo alcanzó en menos de un segundo y, de los casi dos metros de estatura que medía, lo redujo a un deforme bulto negruzco y humeante de cincuenta centímetros.

Moctezuma fue el hijo setenta de los setenta y siete que tuvo su padre Aarón Hernández Moya, un pelado descendiente de italianos y africanos, espigado, narigón, ojos verdes, de tez blanca, fornido y mujeriego como no ha existido ni existirá otro igual. La longeva vida de este donjuán la repartió en dos tantos: una como jefe de ferrocarriles del sureste mexicano allá por los años 40 y otra como terrateniente de suelos fértiles décadas después.

Fue por el lado de Aarón padre por donde a esos setenta y siete hijos les cayó la Maldición del Rayo, una maldición cruel e inevitable que los exterminó uno por uno conforme ascendieron a los cuarenta y siete años, incluyendo los que huyeron a Asia, África, Europa y Estados Unidos pretendiendo evadir su destino. Pudiera resultar incomprensible, pero de todos, sólo León, el menor, pudo saber lo que escondía la fatal condena, no porque lo hubiera investigado o descubierto, sino porque su padre se lo confesó días antes de que le heredara la propiedad más extensa, hermosa, codiciada y productiva de las que pudo amasar en su larga vida. Cierto es que los secretos son joyas preciosas que no se ceden ni se otorgan tan a la ligera. Para decirle lo que a nadie quiso decir y para heredarle lo que a ninguno de sus otros hijos decidió heredar le exigió tres juramentos, juramentos que el joven no dudó en conceder más por curiosidad que por codicia, juramentos que abrieron el cerrojo de la más sorprendente historia jamás contada. La conciencia de un padre es como La Caja de Pandora. No debe abrirse, pero si se abre debe ser bajo propio riesgo. Lo que le exigió con esas tres promesas, fue nunca revelar el secreto de la Maldición del Rayo, jamás imitar las ambiciones del padre y, la más importante de todas, ante ninguna circunstancia y por ninguna razón talar los árboles de mango sembrados por él entre los cañaverales de su parcela predilecta. A simple vista parecía algo insignificante para lo que León iba a recibir, lo que en realidad era engañoso. Con la afirmativa del hijo, el progenitor dio por sentado el pacto.

La formidable historia a contarse ahora se tejió con gancho grande aunque con hilo fino.

La vida de Aarón padre fue difícil igual que la de otras personas de la época. La pobreza y la miseria reinaban a sus anchas en el México posrevolucionario que le tocó crecer. El dinero escaseaba y el porvenir de la gente era un mito distante casi imposible de conquistar, tan distante que de sólo pronunciarlo como buen deseo provocaba burlas y carcajadas. Las ciudades contaban todavía con pocos habitantes, mientras que las zonas rurales dispersaban el grueso de la población en pequeñas aldeas, perros pulgosos y muertos de hambre, harapientas comunidades y municipios de temprano crecimiento. Desde los nueve años el inquieto de Aarón Hernández Moya supo que si no hacía algo por su futuro nadie lo haría por él. La prospectiva incluía a sus padres que se tomaron muy a pecho la consigna divina de procrear: Los hijos que Dios te dé. 

Su madre y Carlota, la coneja de la casa, disputaron largo tiempo el primer lugar de parideras, competición de orgullo y pundonor, en la que ninguna quiso ser segundo sitio en el hogar. Y precisamente de su hogar, en la primavera, brotaban niños como lirios en el campo con las lluvias del verano. Nunca faltó a la cita ni su madre ni Carlota, marzo, abril, mayo y junio fueron los meses de los alumbramientos. Al principio le pareció raro que cada año un hermano nuevo se integrara a la numerosa familia, pero si llegaban gratis y desbordaban tanta felicidad, podían llegar los que quisieran; participaba en el endilgue de nombres, en los motes y chistes que jugaban en torno al nuevo hermano e incluso en el acondicionamiento de espacios que con cada parto reducían su morada centímetro a centímetro. El entusiasmo del nuevo miembro de la casa demoraba de dos a tres semanas cuando más, luego, todo volvía a la normalidad. Sin embargo, cuando Aarón Hernández Moya comprendió que faltaba poco para ser enviado a las tierras de cultivo en calidad de peón a recolectar piña o cortar caña, como normalmente ocurría con los hermanos de mayor edad, se preocupó, pues su piel blanca y sonrosada seguramente cambiaría a negra, lo mismo que el verdor de sus ojos; eso, le ocurría a la gente que ganaba dinero a vivo rayo de sol: se ennegrecía todo completo.

Su padre era un dulce con los hijos pequeños pero un tirano con los grandes, así lo interpretaba su prematuro juicio, pues sostenía que debían aprender a ser hombres desde buena edad para que cuando fueran adultos no se asustaran de la circunstancia. De los veintisiete hijos que tuvo su madre él fue el noveno, le tocó ser blanco, de ojos verdes. Pudo ser de otro color, pero la naturaleza le dio ese tinte de piel y se sentía a gusto. Podrá sonar a ridiculez, pero los nacimientos se fueron alternando invariablemente año con año, de tal suerte que después de un niño blanco nacía un niño negro y después de un negro un blanco. Las amistades de la familia llegaron al extremo de adivinar el color de piel del bebé en ciernes y la pupila verde o negra que tendría, según el caso. Por si la lógica no estuviera vuelto loca, por cada tres varones nacía, sin margen de error, una mujer. Seis hembras y veintiuno varones fue la marca definitiva; hazaña, sin duda, difícil de superar. Una fémina le faltó a su madre para cerrar el ciclo perfecto, peccata minuta que tampoco le mortificó. Carlota, la coneja, como castigo etéreo y vergüenza a su especie, tuvo larga vida para saberse segundona.

 

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