PADRE Y LINAJE

Yo como mi padre, también soy patria.

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El que nos antecede, el que habla del linaje, es el padre. Cabeza de familia que abarca una serie de significados: el hacedor, inventor o descubridor de formas de vida y de patrias.

Porque mi padre es el país donde he nacido, en el que se tejen los vínculos históricos y jurídicos que mis genes no abandonan: no importa si soy hombre o mujer. Él corre por mis venas con el don que viene de más allá del prodigio del amor.

Aunque, admito, lo mejor de su herencia deriva de sus palabras y sus acciones.

“(…) Lo reconozco bien, éste es el árbol

Que mi padre plantó frente a la puerta

(Ilustre padre que en sus buenos tiempos

Fuera mejor que una ventana abierta).

Yo me atrevo a afirmar que su conducta

Era un trasunto fiel de la Edad Media

Cuando el perro dormía dulcemente

Bajo el ángulo recto de una estrella.(…)”

fragmento del poema Hay un día feliz, de Nicanor Parra.

 

Porque no hay manera de confundir un árbol con otro. Cada uno es único, no sólo por el territorio que ocupa, sino también por la atmósfera que le rodea: fluye de una estrella que orienta bien desde los cielos.

Porque el autor de mis días no es déspota ni Don Juan, sino más bien es caballero. Quien tiene en Dios, en su reino y en su dama, el claro camino de lo que le toca hacer. No interesa si es próspero o pobre, ya que su riqueza está en su conciencia.

Dicho de otro modo, es una persona de bien: espera ser obedecido, que sus principios penetren de modo que sean entendidos, pero siempre abrazando la enseñanza de la madre, como también lo narra en “Hay un día feliz”, el chileno, Nicanor Parra.

 

“(…)A estas alturas siento que me envuelve

El delicado olor de las violetas

Que mi amorosa madre cultivaba

Para curar la tos y la tristeza. (…)”

 

Porque un hijo es el fruto del árbol sembrado, cuidado y regado no sólo con orden, sino además con amor.

Y qué importa si mi progenitor está ausente porque murió en el combate, porque nunca ha estado, porque nunca supo de mí. Yo guardaré de él sólo lo mejor que pueda tener: su olvido, su recuerdo, el color de sus ojos o su voz que inspira a mi propia voz.

 

“(…) Lejos estás, padre mío, allá en tu reino de las sombras.

Mira a tu hijo, oscuro en esta tiniebla huérfana,

lejos de la benévola luz de tus ojos continuos.

Allí nací, crecí; de aquella luz pura

tomé vida, y aquel fulgor sereno

se embebió en esta forma, que todavía despide,

como un eco apagado, tu luz resplandeciente.

Bajo la frente poderosa, mundo entero de vida,

mente completa que un humano alcanzara,

sentí la sombra que protegió mi infancia. Leve, leve,

resbaló así la niñez como alígero pie sobre una hierba noble,

y si besé a los pájaros, si pude posar mis labios

sobre tantas alas fugaces que una aurora empujara,

fue por ti, por tus benévolos ojos que presidieron mi nacimiento

y fueron como brazos que por encima de mi testa cernían

la luz, la luz tranquila, no heridora a mis ojos de niño. (…)”

fragmento del poema Padre mío, de Vicente Aleixandre.

 


Pues, finalmente —como lo dice el premio nobel de literatura, Vicente Aleixandre—, la vida aquí dada parte de la gracia creadora del antepasado directo, del que dejó su rastro, de un modo tan entero y completo, que proporcionó la dicha de los amaneceres y de sus días.

Porque, a través de sus ojos, miradores de luz, intuyó que su retoño vendría a este mundo; entonces, la filtró, pasando únicamente aquella que no lastimara su tierna infancia.

De este ancestro y de sus ancestros, yo tomo la fuerza para llevar a mis descendientes, la idéntica entereza que me ha permitido llegar hasta aquí, y seguir sumando atardeceres a mi antigua estirpe. Porque yo, como mi padre, también soy patria.

 


 

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