¿Qué hay después del Estado fallido?

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“El poder no puede mantenerse a largo

plazo sólo por medio de la fuerza bruta”.

Ugo Mettei

 

En la administración pública previa a la actual, con la inseguridad pública, la ingobernabilidad, el desempleo, la caída de la actividad económica y, sobre todo, los casos de corrupción por doquier (incluso en las más altas esferas, como sucedió con el caso de “la casa blanca”, primero con el presidente y su familia y, luego, con el propio secretario de hacienda y crédito público de ese tiempo), con construcción de hospitales en zonas pantanosas, obras a medio construir inauguradas para después continuar con la construcción o dejarlas abandonadas o inservibles, concesiones sin cumplir con los requisitos, licitaciones amañadas y muchos etc.; con todo ello, se sostenía y daba a entender que el Estado mexicano era un Estado fallido; medios de comunicación, académicos, investigadores, etc. describían que lo era, mientras indicaban, también, cuál era la consecuencia de ello. En tanto, poco a poco, se desmoronaba el partido oficial de aquel tiempo y se proponía que se debía implementar una nueva estructura del Estado mexicano, la cual se tradujo en más reformas constitucionales que, a diferencia de muchas otras administraciones públicas, transformaron totalmente el sistema jurídico de una administración pública a otra. No obstante, ni con esos cambios jurídicos, se podía dejar de habla de que el Estada mexicano era un Estado fallido.

Dentro de algunas de las características del Estado fallido está: “El Estado de Derecho puede ser considerado ilegal cuando éste es aplicado criminal, arbitraria y caprichosamente, victimizando a los sujetos más débiles, o cuando éste viola el espíritu y la letra de los tratados” (MATTEI, Ugo; NADER, Laura, Saqueo cuando el Estado de derecho es ilegal, Lima. Palestra editores, 2013). Y eso es lo que sucedía en ese tiempo: el sistema jurídico se implementó al servicio de acciones ilícitas o, bien, de las grandes concesiones, industrias y empresas transnacionales. Siendo la más emblemática la reforma energética, con la que se permitió, prácticamente, quebrar la empresa de extracción del petróleo mexicana e incrementar exponencialmente la participación e inversión privada, que, desafortunadamente, es en la gran mayoría extranjera.

Precisamente por todas esas irregularidades, se consideró que el Estado mexicano era un Estado fallido. Pero con tales acontecimientos sucedió como con las noticias, es decir, que, aunque es lo que da de qué hablar en su actualidad, después se borra por lo que sigue y se olvide rápidamente. Este es, pues, parte del problema que se observa todos los días. Los ciudadanos de a pie, por las necesidades diarias, vamos perdiendo la memoria de tantos y tantos problemas que hay alrededor. Sin embargo, lo cierto es que la gran mayoría de los votantes de hace dos años votaron por el actual titular de la administración pública federal, por esa razón: que el Estado mexicano era un Estado fallido. Razón por la cual era necesario darle la vuelta a la página, vuelta a la tuerca, olvidarse de lo que había sucedido en ese sexenio que, así como otros, había dejado malas experiencias, como los grados tan altos y desbordados de corrupción que, desafortunadamente, cundió en muchas de la instituciones del Estado al grado tal que algunas de ellas, que todavía se veían como organismos de buena causa, también fueron infestadas por actos corruptos.

Los cambios que se requerían se basaban en dos puntos esenciales que permitieran sostener que el Estado de derecho no había caído en un Estado fallido. Y gracias a esos dos elementos, irradiarían las instituciones del Estado. Ellos eran, precisamente, el principio de legalidad y la división de poderes. Entonces, con el primero de ellos, se buscaba dar, de nuevo, cumplimiento al hecho de que las autoridades únicamente puede hacer lo que la ley expresamente les faculta; lo cual, desde luego, limita las funciones de las autoridades. Esto era algo necesario, pues resulta que, por lo menos, de lo que se ha observado en los últimos tiempos y de lo que se heredó de la administración pública federal anterior, “cada quien hacía lo que quería”.

Por otro lado, para sacar a flote el Estado de derecho, se requería respetar la división de poderes, que cada esfera de actuación lleve a cabo todas sus acciones en pro de la buena función del propio Estado. Esto implica que la división de poderes representa una distancia sana entre los poderes para que alguno de ellos no se vea superior a los otros dos o, bien, para que uno de estos poderes no absorba a los demás.

Sin embargo, a 18 meses del nuevo gobierno, se ha ido desmoronando una serie de medidas (aparte de que sean indispensables), porque se atravesó a mitad del periodo esta pandemia; que está provocando lo que no se debe volver a ver —esperemos— en un plazo de tiempo razonable: empleados sin empleo, locales vacíos, mercancías repletas en las tiendas y bodegas, pero sin ser vendidas, casas nuevas y edificios vacíos sin, por lo menos, posibles compradores. Y, además de la economía caída, se ha mantenido el problema de la inseguridad pública, que afecta todos los lugares de la nación y para la que, debido a todas estas situaciones, muy poco se ve una luz al final del túnel. Por lo que pareciera que la pregunta que aflora ahora, es: ¿Qué hay después del Estado fallido?

 

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