RASTROS DE TINTA

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Invitada


Junio 23, 2020

 

Por: Sandra Valle

 

 

…lo que muchos adultos temen, por encima de todo, es a la oscuridad que supone lo desconocido, lo invisible, lo oscuro. Sin embargo, la noche, en la cual las distinciones y las definiciones no pueden ser hechas inmediatamente, es la misma noche en la que se hace el amor, en la que las cosas se funden, cambian, son embrujadas, provocadas, poseídas, desatadas, renovadas. 

Rebecca Solnit

 

La ausencia de luz nos ofrece una sensación de anonimato, de pasar desapercibidos y alejarnos de las presiones que sentimos cuando nos miran permitiendo dar un descanso a las presiones que adjudicamos a los ojos que nos observan. Por esta razón, la noche es el momento ideal para dejar salir la parte no domesticada que pocas veces nos atrevemos a mostrar o aceptamos. La noche es sincera, tal vez es más básica que su luminosa contraparte y por eso se puede dar el lujo de ser libre.

Con esto no quiero decir que prefiera la noche, es que he aprendido a valorarla recientemente. Recuerdo que le temía; es común que a los niños les asuste la oscuridad pues es el momento de separarse de sus cuidadores. En la noche hay poca visión pero un gran silencio, las figuras y sonidos abstractos se prestan para que la imaginación cobre vida. Recuerdo que, cuando era pequeña, los ruidos se convertían en pasos, las sombras en personas y los juguetes me miraban. En mi adultez, esos fantasmas ya no me asustan y los encuentro atractivos.

La noche no solo me permite dar rienda suelta a la imaginación, también es fácil colocar frente a mí las fantasías a las que no doy cabida durante el día; me entrego a ellas proyectándolas con imágenes que, en mi mente, no son claras, pero sí emocionalmente vívidas. A veces estas imágenes son fuente de fuerza e inspiración, otras de frustración. En ambos casos me permiten construir un sitio donde las cosas pueden ser, al fin, exactamente como quiero, sin perder contacto con la realidad, guiadas por mis deseos y pensamientos simples, como si fuera una niña pequeña que reduce sus aspiraciones a las íntimas necesidades del ser humano, que vive de forma vaga y superficial.

 Lo que más agradezco es que la noche no me exige, por el contrario, desaparece los estímulos que me sobrecargan. No estoy pendiente de mi forma de actuar, de la influencia que mi actitud tiene en otros. Por esta razón me permito posponer las tareas hasta que la luz reaparece. El regalo más obvio y también el que más necesito: el descanso. Mis pensamientos menguan o puedo dar rienda suelta a su flujo. En cualquier caso es liberador no atender el ruido de mi mente, junto a los requerimientos del día. La noche acepta que me resguarde en mi pequeño rincón para dedicarme a una lectura enriquecedora o al desperdicio en el scrolling en Facebook. Actividades útiles e inútiles, eso a la noche no le importa.

La noche me ofrece la sensación de soltar, una ligereza fluida que adjudico a la oportunidad de simplemente estar, como una planta sin la menor intención de ser lo que es. La inmovilidad es importante en medio de una sociedad que ya no se sostiene, que ha llegado al límite, que exige acción, cambio, intención y dirección. Agradezco alcanzar la noche, abrazarla y que me abrace en su calmada paciencia.

“Cenas en tabernas, calles a medianoche, la libertad de la ciudad, todas ellas son elementos de libertad, no para definir una identidad, sino para abandonarla”, dice Rebecca Solnit, una ensayista que ha escrito sobre diversos temas incluidos género y medio ambiente. Mientras leo esta frase pienso que, si en medio de la pandemia no puedo sumergirme en la ciudad para abandonar la identidad que he construido, puedo hacerlo en mi cuarto, en la oscuridad, en el silencio, en lo indistinto. Absorta en la simpleza que para mí representa todo esto.


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