Desafortunado en el amor, afortunado en las apuestas (tercera entrega)
Aarón se hace hombre y sus padres lo festejan en grande.
Al hacerse adulto, Aarón Hernández Moya descubrió dos cosas bien marcadas en su bitácora de vida: lo opaco de su estrella en cosas del amor y, en contraparte, lo mucho que lo amaba la suerte. Caballo al que apostaba, por razones que ni él mismo se explicaba, obtenía el triunfo. En los naipes era lo mismo, pocas veces perdía. Aarón poseía su propio estilo de juego; en los caballos apostaba nomás por corazonada, pero en las cartas analizaba los rangos de probabilidad, memorizaba las figuras y colores que salían durante la partida de juego; estaba pendiente del volumen del mazo de naipes y, por increíble que parezca, era capaz de adivinar la jugada del oponente aunque ocultara sus barajas. Las apuestas en Piedras Negras le quedaron chicas, siempre eran los mismos insignificantes montos de efectivo, con los mismos ineptos jugadores de costumbre. Ése fue el motivo por el que buscó nuevos adversarios, tanto en las cartas como en los caballos, y lo hizo en las ciudades más grandes de la comarca. Solía distribuir sus ganancias en tres partes iguales: una para su madre, otra para cubrir las comidas de los restaurantes y otra más como reserva para apuestas futuras. Mientras los apostadores ignoraron sus habilidades, Tierra Blanca fue su centro de diversión y juego. Las cantidades de dinero que corrían en los sitios clandestinos eran más robustas que en su pueblo natal. La razón era simple, muchos de los ludópatas poseían ranchos ganaderos, frutales, de caña o se dedicaban al comercio de abarrotes. Se enfrentó a los mejores jugadores de póquer de por ahí en sitios exclusivos de apuestas, en fincas y en espacios privados de restaurantes y hoteles. Varias veces, pudiendo ganar se dejó vencer para atrapar la confianza de quienes no lo conocían; incluso, en algunas ocasiones se retiró de la mesa de juego con el pretexto de haberlo perdido todo. Dejar que ganaran era parte de su estrategia; podía perder los lotes monetarios que quisiera, siempre y cuando fueran de escasa valía, pero ganaba los grandes, los realmente cuantiosos. Las carreras de caballos, tan frecuentes en Piedras Negras, también se organizaban en la mayoría de las ciudades de la comarca; tal fue el caso de Tierra Blanca, Córdoba, Veracruz y Tuxtepec, donde la gente se apasionaba de verdad. No había mucho en qué divertirse. Aarón utilizó en los caballos la misma técnica que en los naipes para ganarse la confianza de la gente. Perdió montos pequeños. Ganó montos grandes. Actuó con tristeza en las derrotas. Celebró con júbilo las victorias. Puro teatro, sus corazonadas no le fallaban, los corceles de mayor alzada con potentes músculos no siempre vencían a los ejemplares enclenques. Era capaz de anticiparlo. Le gustaba apostar del lado de la multitud. Cuando veía a gente de pocos recursos dirigir su capital a caballos perdedores, hacía lo posible porque cambiaran de idea; no siempre lo conseguía, pero el esfuerzo le permitía dormir tranquilo, con la conciencia en paz. Cierta ocasión tuvo un inusitado pasaje en Tierra Blanca que casi le cuesta la vida. Una pareja de ancianos se presentó en harapos al serial de carreras de caballos más importante del año, la de la feria de diciembre. Participaban ejemplares del norte, centro y sur del país; cuatrocientas varas castellanas era la distancia a cubrir; dos ejemplares competían en la justa estelar después de vencer a otros competidores suyos en rondas eliminatorias. Los rumores decían que incontables personas, en una sola apuesta habían emigrado de la pobreza a la riqueza jugando su patrimonio; alguien seguramente lo logró tiempo atrás y desde entonces el rumor se hizo leyenda, de modo que en cada feria gente pobre, por lo regular, apostaba sus ahorros con la ilusión de emigrar al paraíso. En los preparativos de la carrera estelar, Aarón observó cuando un anciano de harapos le desanudó a la esposa un cordón atado a la espalda; sin importar que los miraran, la mujer jaló por debajo de las enaguas un pequeño envoltorio hecho de paliacate, donde escondía el dinero. Su siguiente paso fue juzgar a los dos caballos: un retinto con ancas de acero, cuello largo y pecho ancho como el de un elefante; y un azabache ligero, patas cortas con cañas del grueso de un palo de escoba. El anciano y la anciana tardaron en ponerse de acuerdo, pero al final se impuso la mujer y fueron tras el representante del retinto. Ante los ojos de la multitud, abrieron el paliacate. Dejaron al descubierto monedas de oro y plata. El hombre del retinto aulló de codicia, dejó de lado las demás apuestas para recibir la tentadora riqueza del par de ancianos harapientos. Justo cuando le iban a entregar el tesoro, Aarón se interpuso entre la anciana y el representante del caballo para impedirlo; el de las apuestas sacó la pistola del cinto y le apuntó a la cabeza, pero al instante el anciano gritó que no le hiciera daño porque era su hijo. Poco convencido, el hombre miró acuciosamente a Aarón, que vestía sobrado en decencia, luego a los viejitos harapientos, los comparó; en nada se parecían, eran tan distintos, tan opuestos como el negro y el blanco o como el agua y el aceite. Sin ocultar el enfado, guardó el arma para no ahuyentar a los demás apostadores de la fila. A las monedas les salieron alas, porque Aarón se llevó a la anciana al extremo opuesto, donde el representante del azabache se espantaba las moscas, por carecer de clientela y de gente que confiara en su caballo; era normal, el equino semejaba un gusano comparado con el portentoso retinto. —Apuesten aquí, porque este caballo va a ganar —señaló Aarón ante la duda del par de viejos. Las apuestas corrían en proporción de 7 a 1 favorables al de ancas de acero. Ir en contra de él era como ir en contra de Dios. Sólo un demente se atrevería a desafiarlo. Para darles confianza, Aarón sacó tres fajos de billetes de un portafolio y se los entregó al representante del azabache, que le sonrió, contó el dinero y le otorgó una ficha. El anciano acarició la arrugada mejilla de su mujer, le abrió con desesperación uno a uno los dedos de la mano y le quitó el envoltorio casi a la fuerza. Con mirada dulce como la miel, el anciano le pidió confianza; contra su voluntad, la viejita se la dio. Ya con el dinero en las manos, fue por su ficha con el apoderado del azabache. —¿Estás seguro de lo que hicimos, hijo?— preguntó el anciano al desconocido asesor en carreras de caballos. —¡Completamente! Aarón se situó a la mitad de la carrilera. Le gustaba la ubicación, porque desde ahí dominaba la salida y la meta sin perder ningún detalle. El par de ancianos siguió sus pasos como el perro al amo. Querían estar cerca de su cómplice en apuestas, pues al final de la carrera compartirían con él el mismo dolor o la misma alegría. Miles de apostadores y curiosos atiborraron el carril en ambos costados, no cabía un alfiler. La adrenalina alimentó al ansia, de tal suerte que nadie podía estar tranquilo. La media tarde era maravillosa. El festejo con aguardiente incentivaba a gritar de júbilo al más recatado y a decir improperios a los curas de estola. Pero una carrera de caballos no era menester de todos los días, detrás de ella se escondían secretos inconfesables, recetas de cocina que se guardan con celo. El rito de preparación de los equinos podía compararse con el de los boxeadores de pueblo antes de subir al cuadrilátero: les untaban alcohol de yerbas de mariguana, tabaco, canela en la frente, las mandíbulas, las orejas y el cuello, para que el calor infernal de la droga, combinado con extraños menjunjes se les metiera en el cuero y los hiciera más veloces; un compuesto de yodo con veneno de abeja y eucalipto frotado en las articulaciones, además de las ancas, servía para que el líquido sinovial adelgazara su viscosidad en plena carrera. Toda la ceremonia de preparación y calistenia iba más allá de los cuarenta y cinco minutos. Finalmente, el momento esperado llegó. Las bestias fueron conducidas al carril de salida con sus pequeños jinetes a cuestas. Iban nerviosas, por momentos incontrolables, aventaban espuma como los dragones fuego por el hocico. Al disparo, señal de arranque de la competición, los dos ejemplares dieron un salto parejero casi al mismo tiempo, se impulsaron desde sus cuartos traseros y salieron disparados como flechas. Los cascos de las patas sacaban chispas del suelo; si no fuera porque en cada tranco aventaban grandes porciones de tierra, podría pensarse que volaban en vez de correr, que desafiaban las leyes de la gravedad. Los jinetes no montaban los lomos, sino los cuellos de las bestias, parecían extensiones uno de otro. A la mitad del carril, los dos caballos alcanzaron su máxima potencia, el ganador para entonces se supo ganador y el perdedor vencido. El azabache, contra todo pronóstico, le sacaba dos cuerpos de ventaja al retinto, ventaja que se triplicó conforme cruzaron la meta. El público enmudeció, no lo pudieron creer, habían perdido el capital que apostaron al ejemplar retinto de ancas de acero y pecho ancho como el de un elefante. El caballo ligero de enclenque figura dejó en ridículo a los ingenuos que se dejaron llevar por su impresionante físico. Aarón buscó con la mirada a los ancianos, nunca los perdió de vista, les hizo señas con el pulgar arriba. Les dedicó la sonrisa de la victoria. —Se los dije —les comunicó con movimiento de labios. El par de viejos, aunque llorando, le devolvieron el gesto. Los pocos ganadores, cinco para ser exactos, fueron a reclamar el pago de siete veces lo que apostaron, entre ellos Aarón y los ancianos. Su felicidad era del mismo tamaño de la envidia de cientos de perdedores. Aarón fue el último en recibir la paga. Prisa no tenía por cargar con los gruesos fajos de billetes, aunque cuando lo hizo escuchó a sus espaldas una voz áspera, enfurecida y familiar. Se trataba del representante del caballo perdedor. Se veía molesto, echaba rayos y centellas, aventaba demonios a borbotones por la boca, le prodigaba cualquier cantidad de insultos por haberle echado a perder el negocio de las monedas de oro y plata de los ancianos. Aquélla era una mafia dedicada al amaño de carreras, que iba de feria en feria robando incautos. El sujeto sacó la pistola, disparó tres veces, pero para suerte de Aarón tuvo pésima puntería, falló. Con la velocidad de una gacela, Aarón corrió a protegerse entre la multitud, y la multitud corrió enloquecida por su vida. Una estampida de animales de la sabana africana no habría levantado tanto polvo ni hecho tanto ruido como lo hizo la gente que coincidía en la misma idea de huir por peteneras. Los ancianos harapientos cargados de oro, plata y un costal de billetes no fueron la excepción. Si Aarón hubiese optado por huir de la mafia hacia otra ruta, con seguridad lo habrían asesinado, pero no fue así, mezclado entre la muchedumbre fue uno de los miles que huyeron despavoridos. En el tren de regreso a Piedras Negras, tomó la decisión de no volver a Tierra Blanca, por prudencia. No al menos por un tiempo. De varias opciones que tuvo en mente para no renunciar al juego de cartas, pensó primero en el puerto de Veracruz, sitio paradisiaco, bello, de magnífica gastronomía, gente adinerada y hábiles jugadores. Los caballos, decidió hacerlos a un lado.
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