RASTROS DE TINTA

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Invitado


Junio 29, 2020

 

Por: Alejandro Soriano

 

Allá en la carretera de Juárez todo es muy bello, mientras uno avanza en la mirada cabe la imagen del pavimento, las milpas, los azumiates, el frijol y el cerro cortado, pero hubo un día trágico en esa carretera, un día lejano que algunos todavía recuerdan.

 

Iborio iba muy feliz de regreso a Juárez. En su mirada los azumiates bailaban al compás del aire que era cálido y tenía un olor al algodón que estaba sembrado. Los cementeros estaban picando la piedra del cerro y el sol daba a todo lo que podía.

 

Adelante del Austin 7 de Iborio iba una camioneta Chevrolet con batea, a lo lejos se veía a dos burros tirando una madera con zanahorias recién cosechadas y en los costados las yuntas tiraban de los yugos que movían la tierra fresca por la lluvia de ayer.


 

El día era bello y cotidiano sin nada fuera de lo común. Era fin de semana e Iborio regresaba de la ciudad para descansar después de una semana cansada en la universidad, además quería llegar pronto para avisarle a la familia su buen desempeño académico y nada le impedía acelerar para hacerlo. 

 

La calma abundaba en la carretera y llenaba el día, los tiempos de Revolución y de los cristeros parecían haber sido un simple mito inventado por los chismosos del pueblo.

 

La perra ya no amamantaba a su cachorro desde hace quince días, ya no estaba hinchada y ya podía jugar con él tranquilamente, ya podía dejar que la felicidad que una madre tiene al ver a su hijo separarse tranquilamente de su cuerpo canela y pequeño.



 

Al cachorro le gusta andar por el terreno en el que viven él y su mamá ahora que ya puede ver, caminar y sabe más o menos ladrar ya puede andar más suelto en las amplias extensiones de terreno que hay en la carretera de Juárez y que es su hogar.

 

A pesar de que la mayoría de tiempo el perro y su madre están en los llanos cálidos, cuando necesitan alimento o algún tipo de atención se dirigen a la casa de adobe del que es su dueño, don Juan, que está en pozo de agua en medio de los terrenos.

 

Los dos perros caminaban a un lado de la carretera, específicamente en el terreno de Don Julio que no estaba plantado. Se mordían, saltaban o se perseguían.

 

Iborio seguía avanzando y pensaba en los tiempos cristeros, cuando en un encuentro entre los de la iglesia con los militares, se agarraron a balazos y a machetazos. Pensó en Susana, en la figura de ella corriendo entre los cocolazos para llegar al auto de Iborio y salir del enfrentamiento. Por poco lo lograba, de no ser por esa bala que le perforó la sien y la dejó tirada en medio del alboroto.

 

Un bache en el camino sacudió la cabeza de Iborio e hizo que dejara de pensar en ese turbio recuerdo. Ya vuelto a la realidad, los mineros y los ganaderos se habían quedado atrás, ahora se encontraba en las extensiones terrosas sin sembrar, donde solo uno que otro terreno tiene siembra o gente trabajando.

 

La camioneta Chevrolet seguía adelante del carro de Iborio y, aunque él quería llegar temprano, no había necesidad de rebasarla, pues también llevaba una buena velocidad además de que los próximos baches harían que ambos disminuyeran la velocidad.

 

Iborio estaba cada vez más cerca de Juárez y de su casa, aunque su casa estaba en medio del pueblo, a una calle de la iglesia para ser específicos. Sin que se dieran cuenta, los dos perros ya habían avanzado, ahora estaban en los terrenos que están pasando el puente, aquellos que son vigilados por el arco de bienvenida a Juárez. Ahí estaban, sintiéndose dueños del mundo, sin presiones, los dos sanos y fuertes, con una vida por delante, sin responsabilidades, solo ellos dos para sí mismos entregándose uno al otro, dejándose sorprender.

 

Iborio empezó a disminuir la velocidad para evitar que algún bache le estropeara una llanta. Lo último que quería era perder su tiempo a causa de una tontería como esas, además el cielo se había nublado, parecía que el Sol ya había absorbido demasiada agua y estaba por expulsarla. Mientras pasaba el puente de la carretera se iba haciendo más visible el arco de bienvenida al mismo tiempo que se iba separando de la camioneta que iba delante de él. En este punto la carretera ya era completamente recta, por lo que era visible todo lo que sucediese delante de él. La camioneta en vez de disminuir la velocidad por las irregularidades que en la carretera se presentaban, aceleró y empezó a ladearse según la carretera se lo pidiese. Iborio decidió distanciarse un poco más para evitar posibles accidentes.

 

El cachorro saltó sobre su madre y empezó a morderla, como respuesta del juego canino la madre cuando se levantó empezó a perseguir al su hijo. No lo notaron pero se habían salido de la carretera y ahora se encontraban en el medio de la carretera.

 

La camioneta iba demasiado rápido.

 

Ambos perros vieron como una sombra los cubría.

 

El chofer no vio a ninguno de los dos perros.

 

Se escuchó un gran aullido, era tan agudo que dolía el oído de quien lo oía.

 

El chofer de la camioneta volvió la mirada y siguió avanzando, de hecho, aceleró todavía más, sin decir ni mu sobre lo que acababa de hacer.

 

Iborio vió todo y en su mirada por un momento se borraron los bellos acres que hay en Juárez y se llenó con la imagen horrible de los dos perros agonizando. Los perros quedaron a más de un metro de distancia. El cachorro tenía la mitad del torso doblado, con las patas traseras volteadas para arriba, mientras que la mamá tenía la mitad de su cabeza ensangrentada y la pata izquierda de adelante completamente inútil.El cachorro como pudo, con solo sus dos patas de adelante y con sus últimas fuerzas se empezó a arrastrar hacia su madre, mientras que ella daba dos o tres pasos y caía al suelo. Los dos lanzaban aullidos perturbadores. Finalmente ambos se juntaron, se acurrucaron como pudieron.

La lluvia venía…

 

Andrés, a unos sesenta metros de los perros veía el dolor y escuchaba los aullidos de los pobrecitos. La imagen y el sonido lo desesperaba. A lo lejos se veía en el cielo los truenos que avisaban de la inminente lluvia. 

 

Todo fue muy rápido y paradójicamente muy lento. En esos escasos segundos Iborio pensó en estacionar el auto, subir a los dos perros e ir a la ciudad a curarlos, ya que en el Juárez no había veterinario y nadie tenía la experiencia ni las herramientas para curarlos. No obstante la ciudad estaba a una hora de ahí, para ese entonces los perros ya estarían muertos. Intentó pensar en más posibilidades, pero no había ninguna, aunque intentase cualquier cosa los dos perros iban a morir.

 

Ante esto Iborio se resignó a cometer un acto pavorosamente heroico: cerró los ojos, puso el auto a la altura de los perros y aceleró.

 

Solo sintió el brinco del coche.

 

Cuando abrió los ojos, su parabrisas tenía sangre.

 

Le salió una lágrima del ojo y empezó a llover.



 

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