Tú, Yo y el Rayo

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Jesús RAMOS


Julio 09, 2020

¿Sabes que existe un Portal del Rayo?

Por: Jesús Ramos

Para cuando Aarón dio la zancada afuera de la habitación donde pasó la noche, la anciana había servido ya el desayuno con pan y café caliente en la mesa. Todavía le duraba el exceso de comida del día anterior pero para no desairar a los anfitriones hizo un huequito y tomó café. Hasta entonces el invitado desconocía los nombres de pila de sus anfitriones, escuchó durante el festejo mortuorio del día anterior que se referían a ellos por los apodos de don Tornillo y doña Tuerca, sin que los viejos se dieran por ofendidos, pero a él en lo personal no le gustaba referirse a la gente por sus motes. Ellos, en cambio, desde la primera vez que lo presentaron con los deudos del fallecido se enteraron que se llamaba Aarón Hernández Moya. Un tanto apenado, con el jarro de café caliente en las manos, preguntó por sus nombres y los ancianos le respondieron que doña Tuerca era Amparo y don Tornillo Hilario, dos humildes cortadores de chile y pepino, hasta antes de ganar la carrera de caballos de Tierra Blanca y multiplicar su riqueza en oro y plata, residentes en aquel entonces de una sencilla choza a orillas del río Juan Sánchez cuyo cause serpentea caprichoso y renuente los linderos del pueblo, pero habitantes ahora de aquella linda casa de ladrillo y madera ubicada en las principales manzanas del pueblo.

 Cuando a Aarón le faltaban algunos sorbos para terminar el café, los dos ancianos sonrieron misteriosamente como si tramaran algo, se disculparon de manera verbal y con pasos rápidos, tomados de la mano como novios, se metieron al cuarto contiguo. Era su recámara. No tardaron casi nada. Por lo que fueron lo tenían ya preparado. Aarón los vio salir con una bolsa de tela negra aterciopelada; la expresión dibujada en sus rostros era de agradecimiento. Al estar cerca de él, don Hilario le extendió la bolsa como si fuese un tributo.

–Esto es tuyo, te pertenece –el par de viejos cruzó miradas de satisfacción por haber completado un pendiente.

Aarón se extrañó.

–¿Mío? –dijo negando con la cabeza.

–Sí, recíbela como muestra de nuestra gratitud –rogó doña Amparo con sonrisa pícara.

 Por curiosidad tomó la bolsa y la abrió, echó un vistazo al interior, eran monedas de oro y plata. Aarón no era de los tipos que aceptaran sobornos, dádivas o dinero mal habido.

–¡No! ¡No puedo aceptarlo –devolvió la bolsa de tela a don Hilario asegurándose de no demostrar enojo–! ¿Por qué me lo dan?

–Es el dinero que apostamos en la carrera de caballos –dijo presurosa doña Amparo para justificar el obsequio–, si no hubiera sido por ti jamás habríamos tenido la apacible y venturosa vida que hoy vivimos. Yo especialmente me empeciné en apostar al caballo perdedor, pero mi esposo confió en ti desde que te miró; vio algo en tu persona que le dio seguridad y esa seguridad me la transmitió con palabras dulces – miró amorosa a don Hilario. Le acarició la mejilla–. Para nosotros eres un ángel enviado por Dios. ¿Dios o El Diablo? Bien a bien no sabemos cuál de los dos te envió, pero agradecemos el detalle –tronaron en carcajadas los ancianos.

 La versión diocesana o demoniaca expresada por doña Amparo causó gracia a Aarón. La anciana lo dijo con tal inocencia que le hizo reír. Sin embargo, la decisión de rechazar el obsequio estaba tomada y no cambiaría de parecer ante ningún argumento. En ese plan estuvieron un buen rato. Aarón expuso que la suerte, además de existir en este mundo, es un bien patrimonial otorgado por un ser superior, poderoso y omnipresente en la vida de las personas. Y sus beneficios deben ser compartidos con los necesitados. Él, por ejemplo, creía que si la usaba con fines lucrativos podía perderla y si la malgastaba en frivolidades podía agotarla. Les dijo que compartió su suerte con ellos porque le inspiraron confianza, porque su modo de actuar fue espontáneo, sincero, porque le nació del corazón al verlos tan indefensos y necesitados. Los viejos no tenían por qué saber de su vida y sus dones, sin embargo, admitió un tanto apesadumbrado y triste que la gran suerte que poseía para multiplicar el dinero en las apuestas era a la vez su desgracia con las mujeres.

–Tengo una extraordinaria facultad que me da a ganar dinero en los juegos de azar y en las apuestas, por eso no quiero el suyo. El dinero para mí no es importante, porque con jugar y apostar lo obtengo. No estoy seguro –pensó muy bien en la cábala que iba a decir–, pero creo que si aceptara el dinero que me dan, corro el riesgo de perder ese don y francamente no quisiera perder lo más por lo menos. Si no soy afortunado en el amor, cuando menos quiero serlo en el dinero. ¿Me entienden?

 Doña Amparo que era demasiado práctica en la solución de dilemas, miró a su esposo por sobre el hombro izquierdo, luego, al invitado por el hombro derecho. En las expresiones faciales denotó esfuerzo en la elaboración de ideas. Los tres construyeron un silencio incómodo, fastidioso pero necesario. De repente, como cuando se enciende una bombilla de luz eléctrica, a doña Amparo se le ocurrió algo que le hizo tronar los dedos.

–¡Prepárense a recorrer caminos y veredas! Nos vamos en este preciso instante a remediar ese lío –ordenó. Pero al ver que el esposo y el invitado ni caso le hicieron explotó contra ellos–. ¡Con un demonio salgan de la casa y síganme!

 Doña Amparo fue la primera en salir; al hacerlo, les volvió a tronar los dedos para que la siguieran presurosos. Los dos varones se miraron uno al otro y al verla tan decidida obedecieron sin chistar.

–¿A dónde vamos mujer? –preguntó don Hilario cinco pasos detrás de ella.

Sin volver la vista ni aminorar el paso respondió diligente:

–¡Al Portal del Rayo! Vamos al Portal.

 En El Portal del Rayo fue donde el par de viejos encontraron las monedas de oro y plata que apostaron en la carrera de caballos de Tierra Blanca. La gente de Acatlán de Pérez, igual que las demás personas de los alrededores, conocía El Portal del Rayo más como una leyenda regional de los años 40 que como una realidad honesta, porque cuando preguntaban por su ubicación, nadie sabía a ciencia cierta dónde se encontraba, si por el oriente, poniente, norte o sur. Por ahí todo eran cerros para donde se mirara, estaba difícil dar con ella. Tiempo atrás alguien hizo circular el rumor de que El Portal del Rayo aparecía como un espejismo el día tres de noviembre de cada año, a la media noche, en uno de los cerros de Acatlán de Pérez; también dijo que permanecía abierta unos cuantos segundos y luego volvía a desaparecer aunque tuviera gente dentro. La leyenda se repitió de boca en boca miles de veces hasta convertirse en el cuento obligado de los padres a los hijos antes de dormir. Y se decía también que aquel que la encontrara gozaba del privilegio de pedir cualquier deseo o cantidad de dinero. Muy probablemente los primeros años que se divulgó el rumor tomaron el asunto en serio, pero luego, al paso del tiempo fue perdiendo fuerza hasta casi desaparecer. Los abuelos decían que el tres de noviembre las comunidades de los alrededores, incluido Acatlán de Pérez, deshabitaban los pueblos para ir en busca del dichoso Portal del Rayo con el deseo de pasar de pobres a ricos de un día para otro. Los fracasos se repitieron tantas veces y por tantos años que la gente dejó de creer en ella para dar paso a la leyenda. Los abuelos también contaron que por esos días decenas de personas morían por mordeduras de nauyacas, la serpiente más venenosa del sureste mexicano, que hervía como la yerba en las montañas y propiedades con exceso de maleza y hoja seca. Pese al peligro familias completas arriesgaban la vida por materializar el sueño. Después de cientos de muertos, mordidos por nauyacas, las personas desistieron de arriesgar la vida. Así fue cómo surgió la leyenda del Portal del Rayo que concedía deseos.

 La leyenda del Portal del Rayo fue relatada a detalle por el par de viejos a Aarón conforme enfilaron al norte, él la escuchó como una mezcla de cuento infantil y novela mágica. ¿Un Portal de los deseos? Jamás oyó algo semejante. Varias veces quiso interrumpirlos para poner a prueba la narrativa, pero por cada vez que intentó hacerlo don Hilario o doña Amparo, uno, otro o los dos juntos, lo obligaban a que pusiera mayor atención a lo que decían. Así es que no tuvo más remedio que oír y callar. Faltaba mucho para que regresara el tren de Piedras Negras y con la manera de caminar de aquellos viejos seguramente llegaría a buen tiempo. En verdad que pocos de su edad podían caminar con tal rapidez. Acatlán de Pérez se quedó varios kilómetros atrás antes de que el sol alcanzara los cuarenta y cinco grados en el azul del cielo. Al mismo paso sortearon tres arroyos, cinco cuestas arriba, con el mismo número de bajadas, y un pequeño llano que a lo lejos se podía observar como antesala de la cordillera de los cerros del norte. Cuando llegaron al pie de la cadena montañosa, bordearon las cuatro primeras salientes del cerro, desde la planicie, y al llegar a la quinta protuberancia escalaron cien metros de forma vertical por donde no existía ni vereda ni camino.

 La habilidad de doña Amparo y don Hilario para sortear las ramas, palizadas y piedras de gran tamaño que se toparon en el ascenso volvió a sorprender a Aarón. Se veían viejos pero tenían el vigor de los veinte años. A pesar del temprano ascenso no se veía nada hacia afuera del cerro, incluso dificultaba mirar hacia adentro por tanta maleza; la abundancia de árboles, arbustos, hojarasca, humedad y lo apretado de los matorrales intuía peligro; alertaba los sentidos. El recuerdo de las nauyacas le preocupó al jefe de la estación de ferrocarril de Piedras Negras; seguramente habría muchas por allí. Estuvo a punto de desistir por considerar aquello una locura, un desgaste innecesario, un peligro que podía evitar, una muerte inesperada, pero la persistencia de doña Amparo y don Hilario por resolver su problemática con las mujeres le hizo continuar. Para consuelo suyo, metros adelante, nació de repente una quisquillosa luz vivaz y amarilla. La aparición inesperada de un asombroso claro en aquella selva lo rescató del miedo.

–¡Es aquí! –señaló don Hilario con la frente empapada en sudor y la mano derecha deteniéndose el corazón para que no le huyera del pecho.

 Doña Amparo miró alrededor. Su respiración también era agitada. Sudaba a mares. No era para menos, subir una pendiente de cien metros de selva espesa y peligrosa, a su edad, acariciaba la proeza. La anciana se situó justo en medio del claro. Los rayos de sol ligeramente inclinados de poniente a oriente proyectaron la sombra de su encorvado cuerpo sobre la hojarasca. Estaba segura que ese era el lugar. Contó con el dedo índice los cinco árboles de roble que tenía entorno, giró dos veces sobre su eje para confirmarlo, luego, meneando la cabeza de arriba a abajo, afirmó:

–Sí. Es aquí.

 Don Hilario le pidió a Aarón que se fijara detenidamente en los árboles que tenía en derredor. Así lo hizo. Eran cinco. Todos de un mismo tamaño y, los cinco, trazando la figura perfecta de un pentágono con una distancia entre uno y otro de poco más de veinte metros. Los árboles de roble se veían viejos, muy viejos, su diámetro descomunal lo podían abrazar trece o quince personas, no menos, la posibilidad de que manos humanas los hubieran sembrado en el sitio que ocupaban era prácticamente nula. El lugar parecía extraído de un cuento. La figura geométrica perfecta de cinco lados le daba el toque mágico.


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