PERIFERIA ABIERTA

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Luis J. L. Chigo


Julio 12, 2020

Largo viaje hacia la piel.

Para la desgracia de muchos, las máquinas del tiempo son fabulaciones absurdas. Manejar el tiempo nos pondría a la par de la divinidad y sólo por eso ojalá estuvieran a nuestro alcance. Queda una sola cosa, la más dolorosa: aceptar culpas. Y acepto tenerla toda. Eso nos hace irremediablemente humanos: la derrota.

Mi primer error de ese día fue abrir la boca. La voz de la aplicación, neutral en todos los sentidos, recomienda hablar lo menos posible. ¿Tanto así, jefe?, le dirijo mis primeras palabras al conductor, mientras me acomodo en el asiento. Él se llama Jacobo y fue designado por la plataforma para llevarme a mi destino; maneja un vehículo rojo de fabricación japonesa. Ya ves cómo son las viejas, exageradas, me responde. Demasiado tarde. Me doy cuenta de que serán aproximadamente 40 minutos de sostener una conversación con la cual me sentiré incómodo. No me equivoqué.


No se trata de una postura ética superior, de verdad hay argumentos cuya lógica es insostenible desde el punto de vista del mero sentido común. Toma bulevar Puebla, gira en u y más adelante se incorpora a bulevar México. 300 metros a la derecha me estampo con lo previsible. Los cubrebocas, las mentiras del gobierno, la exterminación de los pobres —esa ya existía antes de la Covid-19, ¿no?

Trato de ignorar, debajo de su mascarilla negra, al hombre con un resfriado más o menos severo y me repito: la culpa es mía por romper esta cuarentena estricta. No he gastado mucho desde la suspensión de mi pago en el trabajo y por eso me encuentro sobre uno de los caballos del apocalipsis, por mero lujo. El caballo se enfila sobre la libre a Tehuacán, después de sortear bulevar Xonacatepec. Yo no sé a qué va AMLO a Estados Unidos, ni inglés sabe, ¿arreglará algo? A mí me vale cómo se vaya. ¡Que se vaya en burro si quiere! Pero que haga algo y no nomás nada.

Mis respuestas tienen una tonalidad entre Está cabrón, jefe hasta un mmm. Desde hace meses quisiera comprender por qué la conciencia de clase y política de este país despertó con la forma de un chihuahua: mucho ladrido, mucho coraje, pero muy poca valentía. Porque en ese vehículo vamos dos hombres intercambiando sensaciones de nuestra realidad, pero sin aportar realmente nada para su transformación.


Diagonal Defensores de la República nos escucha, vacía. Pareciera que el miedo por fin entró en nuestros razonamientos. Los casos cada vez se hicieron más cercanos y a estas alturas ya todos conocemos un contagio cercano. O deberíamos. Se lo pregunto a Jacobo llegando a China Poblana y me responde negativamente, moviendo la cabeza de izquierda a derecha. Igual ya se aburrió de mis contestaciones, de mi incapacidad de hacerle la plática. Quiero dar marcha atrás con mi postura, pero a 200 metros está mi destino y se me recuerda ya tener lista la tarifa. 63 pesos. Bastante amable la cosa.

Sobre bulevar Norte se dibuja el estudio de tatuaje, Ítaca de mis deseos —les digo, puro lujo—, y le paso la cantidad exacta. A diferencia de otros servicios solicitados, Jacobo no tiene alcohol en gel en su auto, ni usa un plástico protector entre él y el pasajero, así como tampoco abre las ventanas para ventilar el aire. De hecho, se río cuando le dije que bajaría la mía. Desciendo del vehículo con una despedida muy floja de su parte. No se ve animado como al principio. Arranca hacia una colonia cuyo nombre desconozco, como a muchas otras en la periferia. Hasta pronto, Jacobo, chofer de la fortuna. Dios te proteja.

La mordida de un dinosaurio

Para ser sinceros, no tuve confianza desde el inicio, pero me prometí que no habría vuelta atrás. Me alivia ver en esta zona el estudio que contacté en Instagram y me alivia más la fachada. Me planto frente a la puerta de vidrio corrediza del estudio y del otro lado ya me espera Daniel, quien será mi tatuador. ¿Luis?, pregunta. Afirmo únicamente con la cabeza, con las manos en los bolsillos. Me han dicho cómo mi imagen a veces da miedo, pero en el reflejo, con el cubrebocas y la chamarra hasta el cuello, me siento desorbitado.

Accedo al lugar y me percato de mi nerviosismo. Me hubiera gustado estar acompañado en mi primer tatuaje, pero la situación no da para más. He transgredido ya varias veces mi cuerpo este día, lo he expuesto al contagio y ahora haré una marca permanente sobre el antebrazo derecho. Firmo las responsivas. No llevo alcohol en la sangre, sí desayuné. No tengo VIH o herpes o sífilis. No soy diabético ni hipertenso. No consumo drogas. Me recuerda a los cuestionarios para donar sangre. Por último, estoy en pleno uso de mis facultades y soy mayor de edad. Y eso sí ojalá no lo fuera.

Después de todos los protocolos sanitarios, comienza el largo viaje a la transgresión. La línea duele algo, el color menos, afirma. Lo ignoro, no me he tatuado nunca. Lo sabe, supongo es una cortesía para distraerme. Efectivamente, la línea duele. El umbral de dolor me obliga a los gestos, pero me aferro a la idea de no volver. Le pregunto cómo le ha ido en este periodo y asevera que no tan mal. Eso sí, debo seleccionar a quiénes voy a tatuar. Hay mucha gente que no cree. Suena clasista, suena mal, pero… suelta una sonrisa, o así parece.


La enorme bodega de zapatos es un paisaje desagradable para observar mientras uno se hace un tatuaje. Cerrar los ojos es más efectivo y la línea se prolonga por cosa de 35 minutos. Dominar estoicamente el dolor debería ser uno de los objetivos populares, pero no soy nadie para hablar de ello, me cala en todo el brazo y de momentos la aguja quema. La mano izquierda la tengo apretada. Él estudió también en la BUAP y en su generación hay mucha banda tatuadora. Era la sensación hace ocho años, cuando todavía iba a la escuela.

Su abuela está contagiada, dice. Ya valió… pienso. Pero ella ya la libró porque lleva una semana y nada; él no ha tenido contacto, de hecho hace años no la ve. Hubiera comenzado su anécdota desde ese punto. Yo confío más en una persona con tatuajes. Ahora ya es ilegal que te despidan por ello. Los policías y militares ya pueden tenerlos, si son discretos. Daniel se concentra demasiado, me explica sobre las distintas técnicas para llevar a cabo su trabajo, sobre algunas teorías del color y de los premios ganados recientemente. Le quiero preguntar si es verdad la existencia de una pasión oculta por hacer mejor su trabajo cuando un proyecto les agrada, pero seguramente es una pregunta recurrente.

La cuestión también es religiosa: su papá tiene actitudes judías y odiarías a los judíos, de verdad, tienen complejos de superioridad, se sienten perfectos. No conozco a ninguno. Pero en el catolicismo es recurrente la idea del cuerpo como templo y al menos mi templo ya llegará ante Dios grafiteado. A propósito, todo el tiempo habla de la nueva escuela. ¿Cuál es? Entre grafiti y cartoon.

Una mujer divorciada, hijos y padres peleados, son algunas de las consecuencias de sus causas artísticas. Jamás algo extraordinario. Sin embargo, sí le ha tocado la intimidación del estudio rival, el de la otra calle. Ya me dieron vuelta, dicen, pero nel. Ellos siguieron abriendo normal, como si nada pasara. Nuevamente, suena clasista, pero así es: en este medio hay mucha gente nada más con la primaria. Aprendieron a hacer esto, compraron su equipo y pusieron sus estudios. ¿Medidas sanitarias? Las mínimas. La vieja escuela es ruda.

Y, ¿qué creen? Ni pena ni gloria. El dolor después de un rato se vuelve una quemada constante sobre la piel. Ya puedo ver directamente al trabajo de color, el último. Me agrada el resultado. Mis primeros trabajos no los podría ver. ¿Ves esta línea? Mi primer trabajo fue una corona y el contorno lo dejé tres veces más grueso. Sí me da algo de pena. Mejor ni recordarlo, ¿no? Sí los recuerdo. Mucho. Es mejor nunca olvidar de dónde vengo, mis errores.

Salgo del establecimiento con un bonche de recomendaciones. Afuera circulan muy pocos coches sobre una de las venas de esta urbe. El asfalto es para la ciudad lo que la piel para nosotros: un medio para discriminar o para matar. Más allá, a 500 metros, el mercado Hidalgo debe estar rebosante de quienes no pueden detener sus actividades económicas. Afuera: nada. El dinosaurio, logo del estudio, observa mi partida y a un día de pandemia sobre bulevar Norte. Regreso a casa.

Si me escuchas, que sea breve

Evitaron el contacto visual cuando llegué a casa. Un par de amigos se enojaron. Algunos de mis alumnos se mostraron curiosos; uno, no obstante, preguntó si podría seguir siendo su maestro. No lo sé. Realmente no lo pensé mucho. Pero deseo que sí. No dar marcha atrás tiene su precio, yo lo pagaré con el tiempo, si fue malo, por supuesto. Si me escuchas, que sea breve, trata de poner atención a lo mínimo. No mires mi brazo como lo veo yo ahora, a una semana del trabajo. ¿Acaso no vemos en la marca permanente el signo de la delincuencia? ¿Acaso no yo mismo juzgué el establecimiento por su fachada? ¿No nos apartamos del camino al ver un brazo lleno de dibujos? ¿Qué harás cuando le dé clases a tu hijo? ¿Le dirás que digo puras mentiras, que no soy buen docente?

Hoy camino del otro lado, por insignificante que sea mi transgresión. Hoy soy más como de aquí, más como de las orillas, porque así lo decidió esta sociedad al pisar el estudio. La planta ilustrada en mi piel me comparte la decisión de no olvidar los errores. Aquí estoy, compartiendo la cicatriz, mirando lo malo y lo bueno. Después de todo, todo cuanto hemos hecho, ya la muerte lo posee. Ella de nosotros es dueña. Eso nos hermana. Miro mi antebrazo derecho y sé que debo mirar hacia adelante.


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