Tú, Yo y el Rayo

Todos sentimos miedo alguna vez en la vida, sin embargo, en ciertas circunstancias debemos dominarlo...

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Memorias del Crimen

Qué deseo pedirías si encontraras este lugar…

En un enigmático sitio de Acatlán de Pérez…

 

–¿Qué hacemos en este lugar? –preguntó Aarón temeroso del sitio extraño donde se encontraban.

Los dos viejos se miraron entre sí como poniéndose de acuerdo cuál de los dos explicaría de manera adecuada los detalles. Al cabo de pocos segundos, don Hilario, con movimiento de barbilla aprobó que fuera su esposa quien diera la explicación.

–Hijo, memoriza muy bien este sitio –recomendó doña Amparo toqueteándose con el índice la sien–, no debes olvidarlo por nada del mundo, porque el tres de noviembre vendrás aquí a la media noche a solucionar la desventura que te aqueja con las mujeres. Aquí se encuentra la solución a tu problema. ¿Por qué? –ella misma se contestó– Porque aquí es donde aparece todos los años El Portal del Rayo. Mi esposo y yo somos los únicos que sabemos la ubicación y la estamos compartiendo contigo así como tú compartiste tu suerte con nosotros. Es lo menos que podemos hacer por ti.

Imaginarse ahí, solo y de noche, le dio miedo a Aarón, pero no por cuestiones sobrenaturales o demoniacas, sino por la gran cantidad de víboras y animales salvajes con los que tendría que lidiar a oscuras. Mientras creaba cientos de fantasías imaginarias escuchó a lo lejos el aullido de un coyote. Por lo poco que sabía de ellos, entendía que eran capaces de atacar a un ser humano para devorarlo cuando se integraban en jaurías. Uno no representaba peligro, dos o más sí. Su cara exhibió la duda. Luego de un buen rato, balbuceó:

–No sé si…

Los viejos se percataron del titubeo.

–¿Tienes miedo? –cortó de tajo la justificación don Hilario–. ¿Tienes temor de venir aquí a la media noche? No te culpo. Se necesita mucho valor para hacerlo.

–No es eso, sólo que…

Ahora la que interrumpió fue doña Amparo.

–¡No sabes qué! –picó su amor propio, su valor masculino–. ¿Quieres acostarte con mujeres? ¿Sí o no? –hizo pausa adrede–. ¿Quieres ser un donjuán o un meapilas? –construyó otro silencio incómodo–. ¡Con ese porte mi rey y esa arma que te cuelga debajo del ombligo –le señaló la bragueta–, sería un desperdicio que murieras virgen y sin haber amado!

Don Hilario se extrañó de como su esposa interpeló a Aarón.

–¿Están seguros que si vengo en esa fecha y a esa hora resolveré mi problema? –quiso demostrar que no era un cobarde.

–¡Sin duda!– afirmó la anciana alzando la ceja en plan de reto–.

¡Completamente!

–¡Estoy de acuerdo! –reforzó el esposo con sonrisa de seductor.

–Nada de lo que te hemos dicho es broma. Lo juro. Podríamos revelarte más detalles acerca del Portal del Rayo –repuso sin renunciar al modo alegre de decir las cosas, sólo te pedimos que respondas si estás dispuesto o no a venir en la fecha y hora señalada. A nadie le hemos dicho nuestro secreto y jamás lo haremos, estamos resueltos a sepultarlo con nosotros en la tumba, pero a ti te debemos un favor y queremos saldarlo. Si rechazas el ofrecimiento y la complicidad de ayudarte daremos por saldado el favor. Todos sentimos miedo alguna vez en la vida, sin embargo, en ciertas circunstancias debemos dominarlo. Si tú lo dominas –señaló a Aarón– tendrás mujeres a carretadas, ninguna resistirá tus encantos, todas se rendirán a tus pies ¡lo prometo! –después de concederle algunos segundos volvió a insistirle–. ¿Vendrás o no? Danos tu palabra de caballero, atrévete, hazlo, nosotros te ayudamos.

 Después del breve discurso todo fue silencio, Aarón debía dar una respuesta para que le dieran mayores detalles del Portal del Rayo:

–De acuerdo, está bien. Me comprometo a venir. ¡Debo estar loco! – sujetó su cabeza con ambas manos, la sacudió de un lado a otro y alzó la vista al cielo como para justificar al Creador su locura. No sé por qué estoy diciendo lo que estoy diciendo, pero regresaré. Les doy mi palabra. ¡Se los juro!

Los viejos festejaron la respuesta.

La vuelta a Acatlán de Pérez fue más placentera que la ida. Sin prisas ni preocupaciones los viejos narraron a su invitado cómo localizaron El Portal del Rayo y su experiencia.

Inmersos en la pobreza, sin un peso en la bolsa, el día tres de noviembre, el par de viejos tomó la ruta del cerro del norte en busca de leña, hongos silvestres y hierbas comestibles. También tenían la esperanza de atrapar o cazar algún animal de tamaño pequeño al estilo neolítico, con trampas de ramas hechas a mano, arco y flechas. La madre naturaleza acarició con dedos piadosos su miseria, bendijo sus necesidades, les dio leña suficiente y hongos comestibles a manos llenas; las trampas les abastecieron de conejos, además de que don Hilario cazó un venado temazate con el arco y la flecha. Hasta ese momento todo era felicidad, lo logrado les rendiría para más de dos semanas e incluso para vender dos o tres piezas y hacerse de efectivo; les latió el tres de noviembre y el latido resultó extraordinariamente bueno. Pero el destino suele ser caprichoso en los momentos de bonanza, incluso risueño y cruel. A escasos cien metros de llegar a la planicie don Hilario, sin darse cuenta, pisó un agujero de armadillo, se partió la tibia en dos, las fuerzas lo abandonaron y tiró el venado que cargaba en hombros, aulló de dolor, se sujetó la pierna izquierda para orientar de manera correcta la punta del pie que, sin gobierno alguno, lo tenía caído hacia un costado y sin la intención de obedecer lo que su cerebro le ordenaba. Doña Amparo corrió a auxiliarlo. Olvidó su labor. El sufrimiento reflejado en el rostro del esposo le dijo que lo suyo era grave. Así fue. Lo constató cuando le vio el pie izquierdo colgado de forma ridícula. El tiempo que durante el día les transcurrió con normalidad, a partir de entonces, comenzó a deslizarse con rapidez desquiciante e inaudita. Pareciera que manos invisibles empujaran el disco solar hacia el poniente y que esas mismas manos hicieran la misma labor con la luna desde el oriente para apresurar la noche. Ir por ayuda era mala idea. Si doña Amparo dejaba solo a don Hilario los coyotes darían cuenta de él, debía quedarse, encender una fogata lo más pronto posible para alejar a las bestias y así lo hizo.

A la luz de las llamas, doña Amparo le dio a masticar el bejuco guaco que en los cerros trepa a casi todos los árboles en su papel de parásito, remedio de los pobres para mitigar el dolor intenso; le entablilló el pie con trozos de rama y girones de su vestido procurando lastimarlo lo menos posible. De pronto, el aullido de un coyote a la distancia la alertó; para entonces, don Hilario había perdido el conocimiento, lo que implicaba que la sobrevivencia de ambos dependía de ella y de su astucia. Antes de la hora le pareció escuchar tres aullidos más, aunque desde flancos distintos; le dio la impresión de que el número de caninos iba en aumento y en asociación; se preocupó; treinta minutos después escuchó a media docena de ellos ir en dirección donde se encontraban. Sintió miedo. La situación se estaba poniendo fea. Los vellos de los brazos se le erizaron y los de la espalda también. Don Hilario seguía inconsciente. Al poco tiempo oyó lo más parecido a una pelea de perros en el borde de la luz de la fogata, bastante cerca de ellos, luego, reinó el silencio, la riña canina se repitió varias veces en la penumbra del norte y el oriente hasta que, finalmente, pudo ver a uno de los coyotes. “Apenas a uno –pensó– del titipuchal de animales que nos tienen cercados”. Las mañas de los coyotes las saben las gentes de la montaña, doña Amparo las ignoraba, un solo animal se revuelca en el suelo y corretea su cola aparentando trifulca, su objetivo: infundir miedo, hacer creer a sus depredadores colectividad. El coyote de pelaje gris y alzada cercana al metro, permitió que le viera con descaro a la luz de las llamas, gruñó, retrajo los colmillos, se alistó a atacar; de pronto, algo inesperado lo asustó, chilló, retrocedió de un salto y huyó completamente acobardado.

Por aquí se fue el coyote don Hilario despertó, todavía pudo ver a su señora con la lanza apuntando al frente, a la nada, a la noche. Le dolía la pierna, aunque no tanto como al principio, por fortuna el bejuco guaco había surtido el efecto analgésico y su tragedia era más tolerable.

 Al llegar a esta parte del relato los viejos suprimieron los detalles:

–En ese momento – dijo doña Amparo– nos dimos cuenta que nos encontrábamos justo en el sitio más buscado de Acatlán de Pérez y la región: El Portal del Rayo, lugar por el que habían muerto tantas y tantas personas años atrás en el intento de enriquecerse de la noche a la mañana.

Con esa simpleza se lo revelaron. Ese era El Portal del Rayo, un espacio sin puerta.

–¡No entiendo! ¡Se supone que un Portal –interpeló el jefe de estación de trenes de Piedras Negras–, es una cavidad! ¡A donde me llevaron fue un claro de la montaña no un Portal! –precisó.

–Pues aunque te resulte insensato y difícil de admitir –juró don Hilario–, ese es el mentado Portal del Rayo. El claro es la puerta y el pentágono de árboles de roble la señal que no debes olvidar por nada del mundo.

–¿Y luego…?

–¿Y luego qué? –respondió al unísono el par de ancianos.

–¿Pues qué ocurrió…? –Aarón exigió mayores detalles deteniendo el paso en los linderos de Acatlán de Pérez.

Doña Amparo se adelantó a lo que pudiera decir su esposo con una respuesta a medias.

–Pues que Hilario sanó por completo esa misma noche como si nada le hubiese ocurrido y El Portal del Rayo nos dio el dinero que apostamos en la carrera de caballos de la feria de Tierra Blanca. Esa noche supimos que multiplicaríamos siete veces el oro y la plata en la suerte de caballos donde nos conocimos, lo demás ya lo sabes.

Aarón terqueó como las mulas para obtener mayores detalles pero los viejos se mantuvieron en su papel.

–De acuerdo –aceptó la reserva un tanto molesto–, ya entiendo, no me quieren contar los pormenores de su experiencia por alguna extraña razón, ¿al menos pueden aclararme un par de puntos? –suplicó un último deseo.

–¿Qué quieres saber? –requirió ansioso don Hilario como si hubiera esperado ese momento.

Con el aval del anciano planteó la pregunta.

–¿Lo que están insinuando es que fueron a apostar el dinero que El Portal del Rayo les dio con la seguridad de que multiplicarían el monto en oro y plata en una sola carrera de caballos? ¿Fue así?

–Es correcto –respondió doña Amparo risueña y feliz.

–¿Y ésta carrera tenía que realizarse en Tierra Blanca?

–También es correcto.

Aarón se reservó sus comentarios y conclusiones, sin embargo, consideró la posibilidad de que los viejos fueran el medio o los emisarios para llevarlo a ese sitio mítico, pensante, consciente, que atendía los deseos de los elegidos por ella, sin importar de dónde fueran y qué tan lejos se encontraran.

–¿El Portal del Rayo los mandó conmigo? –preguntó para no tragarse la duda.

Los viejos afirmaron con sonrisa nerviosa.


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