¿Por qué existen seres humanos feos muy atractivos, y seres bellos sin suerte…?

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Jesús RAMOS


Agosto 13, 2020

Tú, Yo y el Rayo

¿Por qué existen seres humanos feos muy atractivos, y seres bellos sin suerte…?


En junio, cuando la amistad de Atenea y Aarón parecía más templada por las cosquillas afectuosas de los amigos entrañables que por el interés mezquino, en un exceso de confianza la dama del velo lo invitó a conocer su casa, una espléndida mansión sembrada en trecientas hectáreas de terreno cercana a La Antigua, sitio exacto donde atracó por vez primera Hernán Cortés al llegar a México y donde construyó su primera morada.

Ahí pasaron el fin de semana. Aarón se maravilló no únicamente de las dimensiones de la propiedad sino de la sobria decoración estilo Luis XV de los interiores y las magníficas pinturas renacentistas que al más ignorante de los ignorantes del arte pictórico le parecerían bellas, nunca en su vida vio tanto derroche económico en un país de pobres.

Lo único que no encajaba en aquella excéntrica elegancia y cuidado de detalles decorativos, era que había rodillos de cocina, palos y cucharas moleras por todos lados, lo mismo en los rincones que en las paredes, puertas, recibidor, sala y hasta en los aseos. ¿Qué extraño?, ¿qué raro? Sin embargo, se tragó sus dudas y se comportó lo más indiferente que pudo ante aquel notorio detalle.

Aarón no lo sabía, pero en su hábitat natural Atenea era territorial, se comportaba como el león en la jungla, aunque con él hizo la excepción. Cosa difícil de creer, trató de ser buena anfitriona.

La primera noche de ese fin de semana interpretó para él melodías de Mozart en el piano de cola y la segunda noche piezas de Bach en violonchelo. Además de esos instrumentos Atenea dominaba la guitarra, la mandolina y el violín. Su Abuelo fue amante de la música, le trasmitió ese gusto desde pequeña y la mandó a estudiar al Conservatorio Nacional de Música de la Ciudad de México.

Justo el día que se graduó, le entregó en documentos la herencia debidamente legalizada, le dijo, mirándola a los ojos, que la diferencia entre el animal y el hombre estaba en la cultura, la educación y la ciencia. Atenea entendió lo que le quiso decir.

La segunda noche, para amanecer lunes, después de que Atenea le dedicara su melodía preferida: El vals de las flores de Tchaikovsky, con un discurso lleno de nostalgia sobre el recuerdo de su Abuelo, en vida y muerte, profundizaron en lo que pensaba uno del otro.

–He conocido mucha gente, pero ninguna con tanta suerte como tú para el juego –admitió Atenea.

–Afortunado en el juego desafortunado en el amor mi querida amiga –contestó Aarón confesando su infortunio en esas lides.

Atenea que seguía posada en el banco del piano se levantó con la gracia del cisne, planchó con las manos la parte trasera del vestido y fue a acompañar a Aarón al sofá de la sala donde yacía un tanto triste. Le acarició la frente como las madres lo hacen con los hijos; luego, le explicó:

–Las personas ciegas en su mayoría poseen habilidades extraordinarias. Yo, por ejemplo, en mi penumbra percibo cosas que tú eres incapaz de percibir. Te lo voy a demostrar. Eres un hombre inteligente, guapo –tocó su rostro con la suavidad de la yema de sus dedos–, con una estructura física que quisieran tener muchos varones mexicanos, lamentablemente careces de algo esencial para que las mujeres se fijen en ti. Eso me hace pensar que eres virgen. ¿Lo eres?

Nadie ajeno a su familia le había dicho a Aarón lo que Atenea se atrevió a decirle. Se ruborizó, no supo qué contestar ni cómo hacerlo, guardó silencio, prefirió enmudecer, lo que Atenea interpretó como un sí.

–Ja, ja, ja, no te preocupes que somos dos seres sin amor, yo también soy virgen. No me mortifica tener sexo. No lo deseo, no lo pienso, no es mi meta ni tampoco mi obsesión. La diferencia contigo es que a ti no te acosa nadie y a mí sí, pero debo decir que en mi caso lo hacen por interés, me acosan porque soy rica, soy para ellos un boleto de lotería con premio garantizado. Mis piernas son mi caja fuerte ¿comprendes?, quién las abra dispone del dinero y no deseo darles la clave. No al menos por el momento. Oh Dios, es una pena que sea cierto –lamentó decir lo que dijo–, no me quiero justificar, pero por eso soy como soy, rebelde, fuerte, testaruda e imponente, porque con la cerradura de ogro resguardo mi tesoro.

Aarón escuchó hablar a su alma gemela. Ciertamente eran muy parecidos. Quién lo hubiera dicho, esa noche Atenea le abrió el corazón, su presente y su pasado, así lo creyó. Ahora no tenía la menor duda que dentro del disfraz de aquel demonio se encontraba una mujer de carne y hueso, un ser débil y mortal, un sentimiento hecho verbo dispuesto a dar la pelea en un mundo material dominado por los hombres y los caza fortunas.

Después de un rato de confesiones inimaginables Atenea guardó silencio, aunque para indiscreción suya había hablado más de la cuenta.

–¡Perdón, lo olvidé! Me desvié. ¡Soy una tonta! ¡Perdón –en ese momento cambió abruptamente el sentido del diálogo–, lo que quise decir es que sé por qué tienes tan mala suerte con las chicas! Sé por qué te rechazan, sé cuál es tu condena. ¿Deseas saberlo? –solicitó la venia para continuar.

Aarón iba a pedir que se olvidara del asunto y siguiera con su confesión personal, pero se arrepintió; después de todo, también lo suyo le importaba.

–¡Sí! –contestó ávido de saber la razón del por qué lo rechazaban las mujeres, y aunque sintió miedo de lo que Atenea pudiera decirle, quiso oírlo.

La dama del velo proyectó el papel de experta que deseaba proyectar; comenzó a exponerle:

–No eres atractivo –soltó el diagnóstico a bocajarro–. No eres capaz de atraer ni a una perra en celo. Un varón que no atrae repele. ¿Me entiendes? El hombre despide una sustancia llamada hormona masculina que es la que atrae a las mujeres. La cantidad de esas hormonas, aunque no lo creas, condiciona el atractivo del hombre. Un varón que libera pocas hormonas es poco atractivo; en cambio, un varón que libera gran cantidad de hormonas, siendo guapo o asquerosamente feo, es muy atractivo. No existen hombres feos con suerte, como erróneamente inventan los ignorantes, existen varones de mal aspecto que liberan abundantes hormonas. Esas hormonas ingresan a la libido femenil a través de la nariz despertando en su interior un apetito sexual irresistible. Intentaré ser más explícita, más puntual. No lo tomes a mal –abundó al tiempo de despeinar con sus dedos los cabellos rubios de Aarón como para consolarlo–, yo no puedo ver pero puedo oler y tú… ¡perdóname!, ¡no te ofendas por lo que voy a decir!, no hueles a hombre, ¡tampoco hueles a macho! Necesitas oler a macho si quieres que tu suerte con las mujeres cambie.

–¿Y cómo puedo lograrlo? –preguntó con la esperanza de escuchar de lo malo algo bueno–. ¿Con perfumes? –averiguó si el remedio iba por ahí.

–¡No mi suertudo amigo! ¡Nooo! Si con perfumes los hombres se llevaran a la cama a las chicas se extinguiría el cortejo y la seducción, se acabaría la música romántica y las serenatas, quebraría el comercio del halago y la cursilería, desaparecerían los poetas junto con sus poemas. ¡No hombre! ¡No! ¡No es tan fácil! La vida sexual no funciona únicamente con aromatizantes, el perfume es un aditamento artificial, una herramienta que puede o no gustar al olfato de las damas, la hormona de la sexualidad, en cambio, y la atracción carnal, las feromonas pues, son atributos con los que se nace, no se hacen ni se fabrican.

Aarón agachó la cabeza con un rictus de derrota dibujado en el rostro como el de los vencidos en las justas deportivas.

–Pues no es nada alentador que me digas el problema sin la solución.

–Si no te la digo es porque no la sé, si la supiera me encantaría darte el remedio para la enfermedad. No te pongas triste ni melancólico –dijo para componerle la cara de pesadumbre que mostraba–, te voy a dar un consejo. No te envuelvas en la cobija de la depresión, al contrario, ¡búscale!, dicen que el que busca encuentra. Busca en la magia, en la ciencia, en la maña, en el dinero, tienta el interés de las damas. Si yo fuera hombre, por supuesto que lo haría.

El fin de semana terminó con la espinita de la explicación hormonal. Ahora sabía por qué las chicas lo rechazaban o simplemente lo ignoraban. Sencillo. Le hacía falta el aroma del sexo, el olor del amor, el olor del macho. Atenea, por su parte, confió que con la pepita de oro que le había obsequiado esa noche, le alcanzaría para acceder a la profundidad del secreto que le sabía su rival del póquer.

Ella podía ofrecer una actitud indiferente y autoritaria a la vista del mundo, pero en el fondo le preocupaba lo que la gente pensara de ella. Si el inteligente de Aarón pudo descubrir su secreto, le gustaría confirmar qué tanto era lo que sabía antes de celebrarse el Torneo del Naipe de Oro. Su reputación estaba en juego, casi nada para sus pulgas burguesas. Eran los primeros días del mes de julio, todavía disponía de tiempo para exprimirlo como a las esponjas.

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