Tú, Yo y el Rayo

En cada pisada que daban se hacían al aire cortinas gruesas de moscas grandes, verdes y gordas que sin poder evitarlo chocaban contra sus rostros...

La vecindad Podcast

Memorias del Crimen

La apuesta más estúpida que puedas imaginar


Atenea batalló dos semanas con la gusanera. Hizo lo que pudo para contenerla sin resultados favorables. La suerte del rancho parecía estar echada. Era simple espectadora de un escenario dantesco. En su desesperación trazó una locura. Se le prendió el foco de lo inverosímil.

Esperó con ansia la llegada del sábado. Debía ver a Aarón, tenía que contarle su infortunio, decirle lo que ocurría y lo que podía ocurrir en sus demás ranchos, con su gente, las familias que dependían de ella, los niños, mujeres, ancianos; contarle lo del gusano, lo del brujo, lo del corral, lo de las moscas, todo. Y es que si la amenaza había diezmado a uno de sus hatos, lo podía hacer con los demás animales suyos del sureste mexicano. Aarón podía ayudar a erradicar la plaga. Todo era cuestión de que acordaran lo que debían hacer; y ella, creía tener la solución.

Por fin, el sábado hizo presencia en el calendario; fue la espera de un sábado demasiado lento. Atenea llegó puntual a la cita del Restaurante del Muelle. Aarón no tardó en hacerse presente, vestía guayabera de lino con pantalón claro.

–Lamento no poderte ayudar –dijo Aarón con el mismo gesto de repugnancia con que observó al bicho cuando se lo mostró.

Atenea le apretó la mano.

–¡Tonto! –dijo cariñosa acariciándole la mejilla–. Claro que puedes ayudarme. Si te he contado mi pesar es porque tienes la solución.

–¿Y de qué manera? ¿Qué solución? No sé nada de plagas ni de toros ni de vacas.

–Yo te voy a decir lo que vas a hacer.

Un intento de aguacero que terminó en llovizna avivó el bochorno de la tarde. El aliento de mil dragones sofocó al puerto. Atenea y Aarón acordaron no asistir a la partida de póquer por no estar en condiciones de competir ni de distraerse en banalidades; después de comer, se fueron a la finca de La Antigua.

El bochorno hizo de la noche una noche sudorosa, intranquila y de pesadillas. Una noche pesada, decían los de la comarca, se distinguía de las noches normales porque el durmiente suda tanto que de la cama al piso forma una cascada de agua, sufre desvaríos y parece tener una enorme piedra atada al pecho.

El sol del nuevo día alumbró la mar y, ésta a la vez, reflectó la luz dorada en dirección de las ventanas donde dormían la mujer del velo y el jefe de ferrocarril. Cada uno en su respectiva alcoba.

Era buena hora para darse la primera ducha del día, de las dos que acostumbraban tomar los veracruzanos, una por la mañana antes de desayunar y otra antes del ocaso para refrescarse y cenar sin la sensación agria del sudor.

Dentro del automóvil, camino al rancho del bicho, Aarón volvió a insistir a Atenea que le dijera cómo iba a ayudarle. La dama del velo le pidió mesura; contra su deseo, decidió tranquilizarse.

Cuando el automóvil se aproximaba a los dominios del bicho los emparejó un hombre a todo galope en su caballo con un machete empotrado en la montura, parecía custodiarlos, era el caporal que habiéndolos divisado a la distancia se apresuró a recibir a la patrona como por costumbre lo hacía; las respuestas a las preguntas del rancho él era quien las tenía y le enfadaba que lo fueran a buscar, le gustaba adelantarse a las órdenes y tener la contestación oportuna en el momento oportuno.

–¿Qué son las manchas blancas que les sobresalen en las costillas y en las orejas del ganado, eso que parece masa? –preguntó Aarón.

Atenea apretó por el brazo al caporal para darle la venia; él, que entendía el lenguaje cifrado de la patrona fue el que respondió:

–Eso, señor, son los gusanos barrenadores.

La patrona volvió a apretar el brazo al caporal y el hombre comprendió la orden. Debía llevarlo a la masa blanca para que le mostrara la repulsiva colonia de bichos. Se metieron al corral por la tranca.

En cada pisada que daban se hacían al aire cortinas gruesas de moscas grandes, verdes y gordas que sin poder evitarlo chocaban contra sus rostros; el aleteo masivo de los dípteros enchinaba la piel, despertaba de un puñetazo el miedo, por dar la impresión que si quisieran comer humanos lo podían reducir a huesos en cuestión de segundos, como lo hacen las pirañas del amazonas con quienes se sumergen en las aguas de su reino.

Sabía que esas cosas se comían los cuerpos en descomposición, pero ignoraba que se los comieran vivos. Ni los zopilotes llegaban al extremo de los barrenadores. Comprobó que despierto también se tienen pesadillas. El caporal, ya acostumbrado a los bichos, consideró suficiente el tiempo ahí adentro y lo conminó a salir del corral por donde habían entrado.

–¿Es usted veterinario? –preguntó con gesto de curiosidad mientras se dirigían a la tranca.

–No.

–¿Entonces es usted eso que llaman científico?

–Tampoco –dijo fresco e ingenuo–. Soy ferrocarrilero.

El caporal se rascó la cabeza: “Cómo demonios nos va a ayudar este sujeto” –concluyó.

Atenea presentó a Aarón a las familias que cuidaban del rancho. La dama del velo quiso que conviviera con ellas para que supiera lo buenas personas que eran.

–¿Qué será de ellos?

–Si esto se acaba – abrió los brazos en referencia al ganado– tendrán que irse.

Aarón elevó los ojos al cielo y repuso:

–¿Cuánto ganado hay aquí?

–Miles. Pero cuando el bicho entra a un rancho acaba con todo. Es peor que la peste humana, es más ágil y letal que cualquier veneno. El corral al que ingresaste tuvo trecientas cabezas hace menos de quince días, hoy sólo tiene a los cuatro jinetes del apocalipsis en apariencia de moscas. La probabilidad de que los demás corrales se contagien es demasiado alta, en cualquier momento aparecerán más casos y cuando eso pase mi gente y yo nos vamos a la mierda. ¡El dinero no me importa! ¡Me importan ellos! –dijo desesperada.

–¿Hay alguna manera de evitarlo?

Atenea le enconchó la diestra con sus pequeñas manos; en la dinámica corporal, la súplica le endulzó la cara y salpicó de suspiros al amigo ferrocarrilero.

Segura de lo que creía afirmó:

–¡Tú puedes evitarlo!

Era una broma, pensó Aarón. Recordó a Quirón, su perro, al que por matarle las pulgas con un compuesto de cloro y amoniaco enviado a chorros desde la bomba de fumigar lo dejó en pellejos.

–Te voy a explicar…

La idea descabellada fue que Aarón apostara una fuerte cantidad de dinero en contra de que la gusanera se propagara a los demás corrales de ganado y ella hiciera lo mismo pero a favor del contagio. El monto de la apuesta tendría que ser en efectivo, frente a un testigo de calidad que certificara su validez.

–¿Crees que funcione?

–Tú nunca pierdes en las apuestas.

Aarón hizo cuentas de lo que tenía ahorrado dentro del colchón y en algunos otros sitios secretos de su casa y obtuvo el monto. Era poco comparado con la riqueza de Atenea pero con gusto lo arriesgaría.

–Voy nueve mil pesos en efectivo –dijo convencido de ganar– a que el gusano no contagia a las cabezas de ganado que se encuentran en los demás corrales. Es todo mi capital. No tengo un peso más. ¿Aceptas?

–¡Acepto!

Fueron directo a la casa de Bricio Peñarrieta, quien se encontraba celebrando los quince años de su hija menor con un convite limitado a familiares suyos y amigos selectos.

–Señor –dijo tímida la ama de llaves a Bricio Peñarrieta–. Dos amigos suyos tienen urgencia de verlo.

–¡Diles que se vayan al demonio! –masculló castañeando los dientes.

–Sí señor… como usted ordene –contestó tímida la mujer.

La ama de llaves dijo a Atenea que Bricio Peñarrieta no se encontraba en casa, sin embargo, Atenea que no era de las mujeres que aceptara un no por respuesta, reiteró que lo vería por las buenas o por las malas.

–¡Ah sí! –recogió la negativa con el mal carácter que se le conocía–. ¡Pues dile a ese bribón que soy la señorita Atenea, que sé que son los quince años de su hija porque del puerto lo sé todo, que debe atenderme si es que quiere recibir más préstamos de mi parte y dile también que en caso de negarse, ingresaré de todos modos a su casa y le echaré a perder el jolgorio!

–Pero señorita…

–¡Nada de peros –interrumpió–! ¡Ve y díselo! ¡Te doy dos minutos, ni un segundo más!

Bricio Peñarrieta que le debía infinidad de favores a Atenea se levantó de la silla como si el aguijón de un enorme avispón lo hubiera pinchado en las asentaderas.

–¡Hazla pasar de inmediato! –dijo a la dama de llaves apretando los dientes–. Y por favor –urgió a su mujer– quiten de la mesa principal a mi suegra, si es necesario, para que se siente la señorita Atenea.

Gesticulador profesional, efusivo por interés, les dio la bienvenida. Con una mirada identificó inmediatamente a Aarón, el rival suyo del póquer. Quiso pasarlos al festín, mas Atenea fue directa. Era de las mujeres que no se andaba con medias tintas.

–No venimos a la fiesta, venimos a tu oficina –dijo sin emoción–. Sólo vamos a quitarte algunos minutos, luego nos retiramos.

–Vengo a que testifiques una apuesta de nueve mil pesos que he acordado aquí con el caballero –señaló a Aarón.

–¿Y para eso llegas a mi casa precisamente en la fiesta de quince años de mi hija? refunfuñó el anfitrión como oso despertado bruscamente en su cueva de invierno–. ¿No pudiste esperar a mañana?

Al instante lo paró en seco:

–No. No podemos esperar a mañana. Esto urge –justificó–. Queremos que redactes una carta compromiso que firmaremos él y yo –señaló a su acompañante–, carta que te la quedarás para que quien pierda pague en efectivo los nueve mil pesos al ganador aquí mismo en tu oficina. Y aquí mismo –señaló ahora el lugar–, se destruya el documento una vez saldada la deuda.

Mientras redactaba la carta compromiso apoyado en la fina cubierta del escritorio, Bricio Peñarrieta, se enteró del tipo de apuesta que sus colegas del póquer habían amarrado. Ya en la puerta de salida, con los parabienes del adiós, estrechó la mano de Aarón y en el apretón, en voz quedita para que no oyera Atenea le dijo:

–Prepara el dinero hijo porque vas a perder. Eres demasiado ingenuo.


 

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