Tú, Yo y el Rayo

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Jesús RAMOS


Septiembre 03, 2020

 

El increíble triunfo de la apuesta más estúpida

Atenea era de las jugadoras que no le gustaba perder, hacía hasta lo imposible por ganar. Sorteaba cualquier obstáculo por imposible que fuera. Aspiraba siempre a ser la premiada en todo tipo de competencias y apuestas; aunque en el desafío económico pactado con Aarón en casa de Bricio Peñarrieta, quiso ser derrotada para salvar a las familias que dependían del rancho ganadero. Y se le cumplió. Nueve mil pesos fue la pequeña fortuna que debió pagar.

Según versiones del caporal, el gusano barrenador sació su voracidad cuando quedaban en pie sólo tres cabezas en el corral infectado. Los bichos que cundían la terna de animales, de la noche a la mañana, se secaron; pareciera que algo los chupó, les extrajo la sustancia interna, como lo hacen las arañas con los insectos que caen en sus redes; quedaron reducidos a simples cascarones vacíos.

El inexplicable suceso tuvo lugar exactamente a la semana de que Atenea y Aarón formalizaran la apuesta. Todavía la tarde del sábado los bichos consumieron con hambre voraz dos ejemplares de gran talla, pero cuando amaneció de ellos quedaban sólo un montón de cáscaras.

–¿Qué fue lo que ocurrió patrona? –preguntó el caporal a Atenea con sonrisa nerviosa a flor de labios–. No lo sé –se respondió él mismo con la felicidad de un chiquillo dibujada en el rostro al momento de llevarle la noticia a La Antigua.

Que su gente desconociera lo que había ocurrido no quería decir que ella lo ignorara, por supuesto que Atenea sabía a qué o, más bien, a quién adjudicar el exterminio total del gusano barrenador. Con su reservada manera de ser pidió al caporal no cantar victoria hasta que las brigadas de salud animal del gobierno confirmaran la buena nueva e interpretaran el suceso. A petición suya la dependencia envió médicos y peritos en enfermedades bovinas, pero tampoco ellos encontraron las razones científicas que explicaran la erradicación total del bicho. No la encontraron porque no la había, así de sencillo.

Nada parecido volvería a repetirse en el sureste mexicano y la secretaría de salud animal tendría que extender una certificación de hato libre de gusano barrenador a favor del rancho ganadero de Atenea, requisito administrativo indispensable para que continuara abasteciendo de carne a las grandes ciudades del centro del país.

Confirmada la buena nueva, Atenea, acompañada de las familias del rancho, festejaron en grande el final de aquella pesadilla y el reinicio de un sueño maravilloso forjado con el esfuerzo de años, además del empeño de cuatro generaciones a las márgenes del mar del golfo.

Los nueve mil pesos de la apuesta fueron un chiste para Atenea; por consiguiente, la misma tarde del sábado que acudió a la comida del Restaurante del Muelle se encargó de llevar la suma para formalizar la entrega. Ese encuentro con Aarón fue el mejor de todos los que habían tenido desde que se hicieron amigos.

Atenea no dejó de reír durante la comida, fue tanto su gusto que Aarón la desconoció, lo mismo que los camareros. La apuesta fue saldada en los términos acordados; por ello, cuando el ferrocarrilero insinuó en broma no aceptarla la risa se le borró de los bellos labios y a punto estuvo de decirle cien barbaridades juntas. El temor de que el gusano regresara a su hato, nomás por no cumplir con lo pactado, fue expuesto en la mesa y como ninguno de los dos quiso correr el riesgo el dinero fue a dar a las arcas del triunfador.

–¿Cómo supiste que la apuesta exterminaría la plaga?

–No lo supe, lo intuí.

–¿Y las familias del rancho?

–La dicha no les cabe en el cuerpo, están felices. ¡Estoy muy agradecida contigo!

Sin importar el qué dirán, Atenea abrazó a Aarón, le puso un beso sonoro en la mejilla y anidó la cabeza en su hombro como un polluelo que busca protección en las alas de la gallina. El asombro del amigo ferrocarrilero fue de menos a más, pero los comensales que observaron los arrumacos de aquella pareja tomaron las cosas con naturalidad.

La partida de póquer que tuvo lugar ese sábado por la noche fue diferente por su significado. Atenea ganó la guerra contra el gusano barrenador y Aarón se levantó con dos triunfos consecutivos que sumados importaron la nada despreciable cantidad de veinticuatro mil pesos.

Esa fue la primera experiencia en la que Aarón utilizó su magnífica suerte para rescatar la herencia de una buena nieta que daba empleo a gente necesitada; las demás, serían para ganar dinero a través del juego o simplemente por diversión, como ocurría con las partidas de dominó de los miércoles en casa del alcalde de Piedras Negras.

El documento firmado por ambos en la casa costera de Bricio Peñarrieta lo rescataron para hacerlo trizas. Ahí no quedó todo, la formidable manera de cerrar aquel extraordinario fin de semana fue la contundente victoria de Aarón en el Torneo Naipe de Oro.

Cuando se trasladaron a la finca todavía estaba oscuro, era de mañana pero aún no amanecía, las ráfagas de viento provenientes de la mar del Golfo de México habían disminuido su intensidad aunque no cesado. Ninguno de los dos tenía sueño. Otras veces cada uno se sentaba en los extremos opuestos del asiento, ovillados en las ventanillas del auto, sin embargo, fue Atenea la primera que se deslizó al centro como invitándolo a secundarla; nadie habló, las acciones dijeron lo que sus bocas callaron.

Aarón hizo lo mismo, se le juntó; en una decisión impensada, le echó el brazo por encima de los hombros y la jaló hacia su pecho. Por el retrovisor, el chofer dejó de ver los autos que circulaban detrás de él, sonrió, hacía tiempo que notaba a la patrona bastante animada en compañía del espigado amigo.

En medio de la penumbra Atenea alzó la boca y el ferrocarrilero respiró su aliento de olor a rosas; justo cuando iba a intentar besarla… ella bajó la cara. Llegaron a La Antigua casi al alba.

El camino a sus respectivas alcobas se los sabían de memoria, Aarón no necesitaba que nadie lo guiara; antes de separarse, ella le pidió que la ayudara a llegar a la suya, lo que no era necesario. En la puerta, Atenea acarició su rostro con el dorso de la mano derecha, le echó los brazos al cuello sin prisa alguna y lo besó en la boca con ternura.

Era el primer beso de Aarón y el primer beso auténtico de amor de Atenea en toda su vida; después, lo jaló del brazo hacia adentro; lo tumbó en la cama; se le trepó como el jinete al caballo brioso para cabalgarlo; con movimientos circulares, hizo que la sangre le hirviera en las venas como el agua a punto de ebullición.

Él la atrajo de los hombros para seguir disfrutando del dulce néctar de sus labios; se revolcaron como perros salvajes por toda la cama y en el momento que tendría que ocurrir lo inevitable, ella lo apartó violentamente, se levantó con agilidad felina y le exigió saliera de la habitación. Aarón se quedó boquiabierto, estático, sin saber qué hacer o decir; a la segunda exigencia de su salida, se levantó derrotado, se abotonó la camisa y se fue con la culpa sobre sus espaldas.

–¡Perdóname! –dijo Atenea jalando aire a bocanadas mientras se peinaba el cabello con los dedos y le señalaba por donde emigrar– ¡Yo tuve la culpa!

Cabizbajo, desconcertado, antes de cruzar la puerta Aarón se detuvo, puso cara triste y le hizo una pregunta con la esperanza de escuchar la respuesta de algo que lo mataba desde hacía tiempo:

–¿Ya huelo a macho?

–No.

–¿Esa es la razón de tu desprecio?

–De ninguna manera. Simplemente me parece que nos estamos apresurando.

Dicho lo anterior Atenea le dio la espalda, se entendió pues que no quería hablar, Aarón no tuvo más remedio que encaminarse hacia a su habitación.

Por ahí del mediodía la nana tocó la puerta para indicarle que la niña lo esperaba para almorzar en el área de comedor; no había pegado un ojo desde que se envolvió en las sábanas. Se duchó rápidamente para despabilarse, cuando llegó a la mesa Atenea lo esperaba sentada, tenía puesto un vestido rosa entallado que realzaba su hermosura y un tulipán amarillo prendido al cabello. Por un instante creyó que las sorpresas se habían acabado. Equivocación. Atenea se levantó fue a su encuentro y lo besó en la boca al puro tacto de labios.

La dama del velo había cambiado desde que conoció a Aarón. De ser la chica aquella ruda, altiva, inflexible y orgullosa de vestimentas negras y tristes, ahora irradiaba felicidad, lucía prendas de colores alegres, sonreía a la nana y a su gente con mayor frecuencia. Se reían de ella nomás de verla. Estaba enamorada. Se le notaba a leguas. A diferencia del ferrocarrilero ella sí supo el día y hasta la hora en que lo empezó a amar. Con los pies en la tierra comprendió que ese amor debía ser diferente al de Camilo de la Garza si aspiraba a que fuera sincero. Aarón se fue ese día con dos ideas bastante claras. Atenea lo quería aunque no oliera a macho.

Así como lo recibió antes de que desayunaran, asimismo lo despidió con un beso en la boca cuando se fue a Piedras Negras en el automóvil; llevaba mucho dinero encima, era peligroso que se fuera en el tren, por mucho menos de esa suma lo podían asesinar; no quiso ponerlo en riesgo.

–Mi chofer te llevará a tu casa.

Aarón quiso hacerse el digno y rechazar el ofrecimiento, pero Atenea con voz de trueno le contestó.

–¡No te estoy pidiendo tu consentimiento ni tú opinión, te estoy avisando!

–¿Cómo puede una mujer besar a alguien que no le atrae si carece de olor a macho?

Para Atenea la respuesta fue muy sencilla:

–Los ciegos, como yo –dijo sin gesto compasivo–, somos capaces de ver el alma de personas como tú; de ese don, por razones que ignoro, carecen las gentes normales; la naturaleza suele compensar a los desafortunados y a mí me compensó de esa manera; los videntes ven lo de encima, la envoltura, nosotros los ciegos vemos el alma.


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