Tú, Yo y el Rayo
El viento cálido y húmedo de Acatlán de Pérez recibió a Aarón con los brazos abiertos...
Prepara tu deseo, el 3 de noviembre se abre El Portal del Rayo
El viento cálido y húmedo de Acatlán de Pérez recibió a Aarón con los brazos abiertos. Era un día espléndido, limpio, combinado de olores a campiña, flor de muerto, cera e incienso. Doña Amparo y don Hilario presurosos le dieron la bienvenida antes de que descendiera por la escalerilla del tren. En Día de Muertos solían llegar al pueblo gentes inesperadas, personas que emigraron años atrás, migrantes idos, olvidados por los lugareños a efectos del tiempo, residentes distantes que en esa fecha tan solemne para los mexicanos, acudían a enflorar las tumbas con el propósito de preservar la tradición prehispánica de difuntos. –Estaba segura de que cumplirías tu palabra –dijo la anciana extendiendo los brazos para recibirlo como una madre al hijo que regresa a casa después de sus periplos por la vida. –No nos equivocamos –coincidió el viejo sin dejar de sonreír–. ¡Sabíamos que regresarías! Tres de noviembre. La fecha se había cumplido. Aarón llegó puntual a la cita para intentar reparar el defecto que la vida le había tatuado. No oler a macho le impedía disfrutar del sexo, reproducirse como los demás de su especie. Recordó la carta que entregó a su madre; al hacerlo, pensó en Atenea, amiga, adversaria, mujer y ser amado. Sí, ahora sabía que la amaba como no amaría jamás a ninguna otra mujer. Pero a pesar del sentimiento amoroso, consintió que el rechazo a intimar con él fue por el mismo motivo que lo rechazaban las demás mujeres. Eso le punzó el alma. Para gastar horas en Acatlán de Pérez llevó flores a la tumba del fallecido amigo del ferrocarril. Tenía tiempo de sobra. Conforme el día se fue consumiendo como leño en la hoguera, Aarón experimentó cierto nerviosismo, no era para menos, el cerro, la noche, las víboras, el peligro de morir devorado por la selva. La casa de Los viejos la sintió como una opresora cárcel que ahogaba. Le costaba respirar, salía, entraba por la puerta con pretextos de bochorno. Don Hilario comprendió su inquietud, no le dijo nada, él en su lugar se habría comportado igual. El miedo es un sentimiento que camina al lado del hombre y la angustia es su dama de compañía. Una hora antes del anochecer, doña Amparo dijo lo que tanto había esperado: –Es el momento de irnos. La orden de partida al Portal del Rayo le disminuyó la angustia pero le aumentó el miedo; un hilillo de sudor frío le recorrió la espalda desde el cuello hasta el coxis. Sabía que iría directo al hervidero de nauyacas, de esos reptiles escamosos cuyo veneno es capaz de matar a un toro. Sin querer recordó las repetidas historias que se contaban de gentes que pretendiendo encontrar El Portal del Rayo, morían en el intento por la mordedura de las nauyacas o por el ataque de felinos y cerdos salvajes; sin embargo, estaba dispuesto a todo con tal de lograr el cometido. Aarón y el par de ancianos se perfilaron al cerro con semblantes tensos, rígidos de rostro. La distancia, el tiempo lo tenían perfectamente calculado. Caminaron lo que debían caminar. Sortearon arroyos. Recorrieron la distancia que separaba al cerro del pueblo y al pueblo del cerro. Cuando llegaron a las faldas del montículo, la tarde comenzó a pardear, señal inequívoca de que en pocos minutos el reino de la oscuridad tomaría por completo la montaña y todo lo que le pertenecía. Las aves dormitaban en las ramas de los árboles en espera de la noche, mientras que las luciérnagas, se encendían y apagaban sin orden ni disciplina surcando los espacios vacíos. Cien metros antes de llegar al punto donde El Portal del Rayo aparecía una vez por año, el tres de noviembre, los ancianos detuvieron el paso visiblemente cansados, le dijeron que sólo hasta ahí podían acompañarlo; si quería que nada fallara tendría que escalar la pendiente en solitario hasta hallar los cinco enormes árboles formando el pentágono en el claro de la entidad boscosa. Los viejos lo abrazaron eufóricos, le dieron ánimos, consejos, artículos de supervivencia, lo dotaron de lo necesario para defenderse de los animales, lo encomendaron a los santos cristianos que conocían y Aarón lo agradeció. El jefe de ferrocarril escaló los cien metros de pendiente hasta llegar al claro del bosque, donde se situaban los cinco árboles formando el pentágono; no le fue difícil localizar el paraje pues era hombre de buena memoria. Los bosques no son sitios mudos, al contrario, poseen numerosas orquestas naturales con intérpretes incansables que alternan sonidos con pares suyos; sin embargo, los ruidos nocturnos, a diferencia de los diurnos, suelen parecer macabros al oído humano. Desde que se ubicó en el núcleo del pentágono de árboles, un búho comenzó a interpretar notas sombrías que le taladraron el cerebro. El ave le recordó que apenas tenía tiempo de juntar leños y encender la hoguera. Necesitaba sentirse seguro en medio del peligro. Por curiosidad o miedo, miraba a cada rato el suelo cubierto de hojarasca para descubrir a las nauyacas antes de que lo mordieran. Esas criaturas son como el aire y el agua, escurridizas e invisibles, logran filtrarse en todas direcciones sin que el ojo humano las detecte gracias a su extraordinario camuflaje. A pesar del riesgo inminente que corría dentro de aquella boca de lobo, estaba convencido de morir en el intento para obtener la solución a la invidencia de Atenea y al grave problema hormonal que le impedía oler a macho. Tal como los viejos lo anticiparon, las horas transcurrieron a una velocidad inimaginable. Al observar el reloj de pulso Aarón descubrió que las manecillas se habían vuelto locas, la naturaleza que lo rodeaba se comportaba un tanto extraña. El canto del búho no era el mismo, su potencia variaba en altos y bajos; cuando aumentaba el canto, las ramas de los árboles rechinaban siguiendo el compás de una melodía siniestra; y cuando lo disminuía, una fuerte ventisca hacía ulular las hojas en modo de espanto provocando escalofríos. En sentido opuesto al desplazamiento del tiempo, los leños de la hoguera no se consumían, seguían igual que si recién los hubiese encendido. El ambiente se comportaba un tanto extraño. Al poco tiempo se agregó el aullido de un solitario coyote, uno grande en apariencia por la energía que imprimía al momento de sostener el aúllo; luego, sobrevino la escandalera de la jauría completa como si disputaran la supremacía del clan; después el silencio, el vacío absoluto de nada y la presencia física de un coyote de gran alzada en la frontera de la luz con ojos del color azafranado de las brasas ardientes, los pelos del lomo erizados, el hocico chorreando baba a caudales. Aarón recordó la vivencia de doña Amparo. Se preparó para el ataque de la bestia. Alzó el machete por encima de su cabeza. El coyote ni se inmutó, no le quitó los ojos de encima ni un segundo, se comportó como si saboreara la presa. El ataque era inaplazable. De pronto el animal chilló acobardado, miró hacia arriba el disco lunar en su fase llena, detenido justo al centro del claro del bosque, gimió y huyó despavorido. Se fue. El fenómeno que inició en ese instante fue inverosímil. De uno de los árboles que formaban la figura geométrica del pentágono surgió un haz de luz en color plata, y ese haz de luz alineó lentamente los cinco árboles uno por uno. Cuando el vínculo se completó, proyectaron al mismo tiempo hacia el centro del claro del bosque una luz intensa y cegadora. El pentágono se iluminó, todo lo que estuvo dentro del claro del bosque adoptó un blanco intenso, incluida la yerba, la palizada y las rocas esparcidas por el suelo.
De entre la fuente de luz alguien le habló por su nombre. Lo escuchó nítido. Después, una silueta fulgurante de mayor estatura que él apareció. Hizo el intento de verle el rostro pero no pudo por la intensidad de la luz que irradiaba. Dialogaron como dos personas normales, entre ellos hubo preguntas y respuestas, pretensiones y ofrecimientos, comercio del que compra y del que vende. Lo que la silueta le preguntó, se lo contestó y lo que él pidió, ella se lo concedió. Pero como todo lo que se adquiere en este mundo no necesariamente se paga con dinero, Aarón estuvo dispuesto a dar con tal de recibir. |
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