Tú, Yo y el Rayo

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Jesús RAMOS


Octubre 08, 2020

El imperceptible aroma del amor

 

La vivencia que Aarón tuvo en el claro del bosque le pareció rápida e insignificante en tiempo real. Lo cierto fue que descendió del cerro tres días después. Cuando lo hizo lo esperaban alborozados cual perros fieles, doña Amparo y don Hilario a las faldas de la montaña, tal y como lo prometieron. Al ser enterado del tiempo que permaneció en el claro del bosque le costó trabajo entenderlo.

–Lo mismo nos pasó a nosotros –dijo el viejo para hacerle entender que lo ocurrido era hasta cierto punto normal dentro de lo anormal.

Había faltado dos días al trabajo pero no le importó. No le importaba nada. Su vida estaba resuelta. Sabía lo que debía hacer de ahora en adelante. Los tres regresaron al pueblo como cómplices de un incidente que no comentarían a nadie.

Acatlán de Pérez era un buen sitio para poner a prueba los beneficios que El Portal del Rayo le había concedido. El aire fresco, el cielo azul, el verde intenso del paisaje daban alas al amor. Doña Amparo y don Hilario entendieron lo que debía hacer, incluso, contribuyeron a afilar sus garras de gavilán con sugerencias idílicas.

Ramona, jovencita linda, de anchas caderas, surtía diariamente en la tienda del pueblo la lista de compras de su madre. Era una joya preciosa de facciones delicadas. Cuando se toparon cara a cara andando del mismo lado de la acera, de sólo olerlo se enamoró perdidamente de él y de su masculinidad arrolladora.

Ella no lo supo pero Aarón secretaba una fragancia irresistible, natural, encantadora y, Ramona, como el insecto en la telaraña, quedó atrapada en esa magia invisible que le ingresó a la libido por la nariz. El ferrocarrilero había dejado de ser el tipo tímido, cobarde e introvertido con las mujeres. Era ya un casanova de siete suelas, una potencia activa en el complicado arte de la seducción.

El aroma paró en seco a Ramona. Se le identificaba como una chica seria, recatada, una doncella virginal e inocente, sin embargo, opuesto a su seriedad acostumbrada coqueteó a Aarón sin cuidar modos ni formas y, él, obtuvo la oportunidad de experimentar lo que buscaba. Fue su primera víctima, así la consideró.

En una plática de tres minutos quedaron de verse entrada la noche en la plaza del pueblo cuando la madre de Ramona durmiera el sueño de los justos. Ella se olvidó de todo. Hizo la decencia de lado y se dejó conducir a las sábanas de él, en casa de los viejos, como un manso cordero. Esa fue la primera vez de él y de ella. Se amaron hasta el amanecer sin respiro ni receso.

La fuerza genética de Aarón, contenida por años en su espigado cuerpo, la descargó toda en el paraíso celestial de Ramona. De sus cuerpos pudibundos emanó tanto sudor como agua de un manantial incontenible; los viejos, debieron orientar los chorros de agua que escurrían de la recámara de los amantes hacia las puertas para que la casa no se inundara.

De esa noche de pasión desbordada en que Ramona y Aarón unieron sus cuerpos habrían de nacer nueve meses después siete varones en el mismo parto. Aquello fue una hazaña épica en la que se acomodaron bebés por todos los rincones de la casa de Ramona. La comadrona jamás, en su experimentada y decrépita vida, había recibido tal cantidad de infantes de un jalón.

El suceso de natalidad no únicamente asombró a los habitantes del pueblo sino también a las autoridades estatales del registro civil que al ser enteradas de lo prolífica que había resultado la madre, le obsequiaron cualquier cantidad de artículos para bebé y dinero en efectivo con tal de presumir la epopeya a las demás entidades de la República Mexicana como si se tratara de algo imposible de igualar. En efecto, las madres de entonces procreaban más de veinte hijos, en sus años fértiles, pero ninguna que se supiera, había tenido siete de un parto.

Ramona fue el inicio de la carrera desbocada de Aarón. Una carrera en la que lo mismo le daría igual revolcarse en la cama, en el lodo y en la tierra con solteras que con casadas, viudas y divorciadas. Esa misma semana de noviembre en que El Portal del Rayo le dio el olor a macho que necesitaba para conquistar a las mujeres, fue a la estación de trenes de Piedras Negras a notificar, vía telégrafo, su renuncia a los jefes superiores de la ciudad de México, no atendió razones para permanecer un día más.

Lo que quería era irse. El sustituto asumió la titularidad de la jefatura de ferrocarril de Piedras Negras con más desconcierto que alegría. El cura y el alcalde se enteraron después del asunto sin hallar una explicación convincente. Los juegos de dominó carecieron de la frecuencia de antes, pues con José Luis Espejo a salto de mata y Aarón embrujado por las faldas de las mujeres, el alcalde y el cura terminaron por aburrirse uno de otro. La bragueta de por sí famosa de Aarón cobró mayor fama. Las mujeres le perdieron el miedo. Se lo cambiaron por la curiosidad, y los varones por la envidia.

La Italiana y el Descendiente de Yanga no cabían de gozo por la bestia sexual en la que se había convertido su retoño. Amaban su popularidad de mujeriego empedernido. Finalmente tendrían nietos. La situación les cambió por completo. Tanto que rogaron a las chicas para que se fijaran en su hijo y ahora eran ellas las que morían por él. Aarón estaba para escoger no para que lo escogieran.

La primera y segunda semana de noviembre cabalgó como garañón por las amplias praderas del libertinaje, lo hizo a todas horas, en todo momento, con la que se le insinuó y la que descaradamente le suplicó amor como un mendigo un trozo de pan.

La bravura con que embistió a las mujeres no le hizo olvidar a Atenea, al contrario, poseyó a la dama del velo en todas y cada una de ellas, incluyendo a Ramona; se engañó asimismo, si antes la amaba, ahora la amaba más por saberla suya en cuerpos ajenos. Justamente al término de una de las comidas en casa, la Italiana le hizo una dura pregunta.

–¿Sigues amando a Atenea?

–Sí.

–Pues cásate con ella y forma una familia.

Esa fue la primera vez que Aarón dio cabida al matrimonio con la mujer amada.

Su madre se lo dijo por su cambio radical y para que no anduviera de promiscuo.

–¿Qué hago con la carta que le escribiste?

–Guárdala. Me la das después.

En dos semanas, Aarón cobró otra nueva fama. Ya lo había hecho de niño cuando salvó a Piedras Negras del inminente choque de trenes; después, volvió a hacerlo cuando presuntamente, mató a la prostituta con su tremenda tranca; luego, con su peculiar silbido que condujo a la lujuria al pueblo entero; y ahora, conquistando lo mismo a las pudorosas que a las diestras en el arte del amor.

Aarón fue un tipo que se hizo notar desde su infancia. En un parpadeo engendró un titipuchal de hijos en siete mujeres distintas. Lo suyo fue digno de una proeza de macho de cascos muy ligeros. El sábado siguiente se embarcó en el tren para comer en El Restaurante del Muelle con Atenea y esta vez, irremediablemente, tendrían que amarse, entregarse en cuerpo y alma hasta quedar exhaustos. Ahora ya olía a macho, no lo podía rechazar.


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