Educar al límite en el límite

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Luis J. L. Chigo


Octubre 29, 2020

Por su puesto el título no hace referencia a una situación límite como la de las comunidades rurales, donde los gobiernos “no son capaces” de construir aulas dignas con materiales necesarios, donde los alumnos trabajan en el campo y el nivel de deserción escolar es alto. Así me lo hicieron saber quienes tienen la experiencia de educar en estas condiciones.

Hace no mucho renuncié a mi trabajo como docente en una escuela privada al sur de la ciudad. Ya hablé de ello en otras columnas: casi dos horas de viaje, ir de norte a sur de la ciudad, malas instalaciones. No me liquidaron, porque la decisión de dejar la institución fue mía. Esa es la lógica laboral en México.

Pero el ámbito de la docencia suele extrapolarse de una manera realmente desesperante: para la vocación gusta mucho, se pone en ello toda condición afectiva; para la vida real suele ser insuficiente si no se trata de una plaza del estado. Por más o menos 35 pesos por hora, di clases durante casi dos años en dicha institución. ¿Y quiénes tienen las plazas del estado? En su mayoría, personas sin vocación de enseñar.

Ahora, desde mi casa y en el completo freelanceo, me doy cuenta cómo dos años de mi vida simplemente no tienen importancia, ni llevar escritores de talla nacional, ni proponer un modelo de enseñanza distinto. Ni las gracias me dieron. Además, es peligroso reclamar: el dueño de dicha institución es hermano de quien fuera un poderoso miembro del Tribunal Electoral en 2018.

Eso no es todo, la amenaza es constante para quienes formamos parte de estas instituciones de educación privada: a los malos salarios se le suman los malos tratos. El personal está compuesto en su mayoría de quienes, a pesar de desear mejores condiciones, se convencen de que lo mejor es resistir la embestida. El despotismo y cinismo de quienes se dicen entregados a la educación y tratan a sus trabajadores con la punta del pie es enorme.

Durante una junta interna, una de las profesoras manifestó no tener dinero para regresar a su casa. “Ahorita bajas a la oficina, yo de mi bolsa te lo doy”, fue la respuesta para ella. Ignoro las condiciones de la profesora, pero quizá una familia o una condición de salud la hicieron tomar su dignidad, guardarla entre su material para dar clases y bajar a la oficina a recibir un dinero que, con toda seguridad, le descontaron de su primera quincena del ciclo escolar.


La pregunta es ¿ellos viven con las mismas condiciones? El día de mi renuncia ninguno de los comprometidos directivos se encontraba para platicar conmigo. La SEP tiene sus calendarios bien establecidos y la mandamás se encontraba de vacaciones.

Pero si las condiciones son pésimas al interior, hablar de los programas de estudio provoca todavía más vergüenza. Revisar el programa de Literatura de la SEP es notar quiénes están detrás de su elaboración, es decir, adultos canónicos y poco actualizados, protagonistas de una meritocracia donde lo joven no tiene cabida y suelen ser misóginos. Porque sí, la Literatura, la Filosofía y demás ciencias sociales y humanidades se actualizan año con año tanto como una ingeniería o ciencia exacta. ¿Y quiénes son? Adultos prejuiciados con el resto de saberes no exactos, docentes que repiten a diario —con esa puntualidad— a sus alumnos que las humanidades no sirven y la generación de riqueza de éstas es insuficiente o nulo.

Tener esas instituciones al frente de la educación es una bomba de tiempo: despersonalizan y deshumanizan a los alumnos, los orillan a la incorrecta toma de decisiones tanto como no estudiar. Luchar contra eso es una tarea de quienes sabemos el compromiso de las humanidades y, casi siempre, es difícil. Regreso al programa: las lecturas recomendadas son todas de autores fallecidos y solo una pertenece a una mujer. Doble golpe a los adolescentes, ni la educación ni la agenda de género es de importancia.

Dentro de las escuelas de la periferia norte o sur de Puebla y de todo el territorio nacional, conviven historias tan buenas como malas de alumnos y profesores. Después de leer algunas crónicas de Sylvia Arvizu —porque qué flojera poner a los chavos a investigar la biografía de Juan Rulfo y después leer como letanía Pedro Páramo—, algunas alumnas se atrevieron a hablar en privado algunas de sus historias de abuso sufridas al interior de la familia o con sus parejas, muchas veces actuales.

 

El olvido, pues, es sobre la humanidad de la que estamos a cargo. Enseñar es cargar con ese acompañamiento sin importar las condiciones. Pero abandonar la dignidad es algo a lo que estamos obligados si queremos ganar un salario límite.

Mi límite fue dado por mis propias condiciones pero también por las restricciones del estado, de la sociedad y la economía. Se trata de un acto de hostilidad hacia la vocación de enseñar y hacia el trabajo mismo. Y lo peor, con estas escuelas y estas secretarías, los únicos que pierden son los jóvenes, de quienes nos llenamos la boca de llamarlos “el futuro de este país”.


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