Tú, Yo y el Rayo

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Jesús RAMOS


Noviembre 05, 2020

Jugada maestra, y te gano

Catalina era una hembra de carnes exuberantes, sinuosas curvas, piernas largas y bien torneadas del pueblo de Tezonapa; al caminar, sus redondos y firmes pechos amenazaban irreverentes con hacer girones el sostén en el segundo menos esperado.

Tenía tantos pretendientes como estrellas en el cielo, pero ninguno le convencía ni le agradaba. Era virgen, pura cual doncella del medievo, tenía planeado entregarse al hombre que la vistiera de blanco y la llevara del brazo al altar en una iglesia atestada de gente. Pero el destino a veces confabula para hacer añicos los sueños de los humanos.

A sus padres se les ocurrió viajar y reencontrarse con parientes suyos de Piedras Negras en ánimo de volver a atar el lazo desatado de la familia y en ese viaje, para desventura suya, conoció a Aarón. Él no tuvo el propósito de conquistarla; caminaba por la calle, como pudo ocurrir con cualquier otra persona, y el infortunio o la suerte, según se interprete, los puso en la misma esquina.

Aarón continuó caminando sin prestarle mayor interés pero Catalina, pese a ser chica reservada, no resistió preguntar a sus parientes por las referencias personales del atractivo hombre. Quedó flechada. Él ni siquiera la vio. Es más, la ignoró. Sin embargo, tan insignificante detalle, Catalina lo pasó por alto.

Un par de días después sus padres regresaron a Tezonapa pero ella, con el engaño de convivir otros días con sus amados parientes, logró permiso para quedarse. Nadie la engañó ni le dijo mentiras. Aarón tenía fama de mujeriego. Pero Catalina se entercó en que los presentaran. Jugó con fuego. Le tentó la cola al león. Para qué lo hizo. Desde que estrechó la mano de él, durante un café orquestado en la casa de sus parientes, mandó al diablo la boda, el altar, la iglesia, quiso ser suya a la brevedad posible.

Desde un inicio Aarón puso las cartas sobre la mesa. Dijo públicamente, a ella y a sus familiares, que tenía prometida en el puerto de Veracruz y en un tiempo razonable contraerían nupcias. Los frutos prohibidos son los que más antojan e inquietan a los que aman, antes de que se marchara Catalina le suplicó al oído, de modo discreto, que regresara esa misma noche a rondar la calle de enfrente.

Aarón que sabía lo que las chicas querían de él entendió la súplica y dio la afirmativa pues no tenía planes ni compromisos de faldas como casi todas las noches. Quién era él para negarle un vaso de agua a una sedienta, quién era para herir los sentimientos de las damas.

Al amparo de la oscuridad llegó a la cita. Entre ellos no hubo palabras. Apenas lo distinguió con la platinada luz de la luna llena Catalina se le echó encima como leona a la presa. Si no hubiera sido porque Aarón la sujetó de la cintura con sus enormes manos y equilibró su peso lo habría tirado al suelo.

De inicio Aarón les daba la oportunidad de que ellas fueran las protagonistas, después tomaba la batuta y el control de la situación. La noche fue enteramente de ellos, ninguno dio cabida a la tregua. Catalina quedó fascinada y complacida del gozo recién descubierto, gozo que repetiría desde esa noche treinta más en forma consecutiva.

Sus padres que no le vieron intenciones de regresar a Tezonapa, fueron por ella, se la llevaron casi a rastras, como eran demasiado perspicaces, intuyeron que en Piedras Negras había algo valioso que la anclaba a aquella tierra y al deseo casi enfermizo de permanecer ahí. El embarazo que se le notó ocho semanas después ratificó sus dudas. Tres nietos fue el resultado.

En la larga lista de mujeres que desfilaron por la vida de Aarón figuraría el nombre de Catalina. Pero también el de Olga, María, Carlota, Ana, Petra, Delfina, Manuela, Rosario, Isabel y los de tantas mujeres más que al paso del tiempo terminó por olvidar. Se comportó como un semental, repartió sexo a diestra y siniestra. Con ninguna proyectó futuros ni compromisos. Fue hombre franco que habló con la verdad.

Cuando Atenea regresó al puerto de Veracruz, al cabo de medio año, después de su viaje a Europa encontró a un enamorado con bastante kilometraje recorrido en los deliciosos entramados de la sexualidad. El asunto fue sencillo de descubrir; una cosa era que oliera a macho por la secreción abundante de testosterona; y otra, que oliera a sexo. Las mujeres, sin exceptos, saben distinguir perfectamente los olores de sus hombres cuando se mezclan. Son, ellas, especialistas connaturales en detectar infidelidades.

Aarón le entregó El Trofeo Naipe de Diamante el mismo día que volvió a La Antigua. La nana lo invitó a él y a otras amistades a la recepción. Nomás de verla, se inflamó de amor, la amó hasta el último hueso. Si antes sólo la quería, ahora ansiaba casarse con ella para tenerla a su lado siempre. Se veía bella y renovada.

El viaje le había sentado de maravilla. Su piel era de color distinto, sus facciones diferentes. Se notaba más madura. Las gentes cambian al dejar de verse. Lo que no cambió en ella fue el exquisito olor a flores del campo y sus sentimientos por el enamorado de Piedras Negras. El festejo fue largo pero bastante divertido; al final, el último que quedó en La Antigua fue Aarón con quien Atenea estuvo flirteando desde el primer minuto.

La bienvenida fue espectacular. Mientras duró el barullo la mayoría quiso estar a su lado para escuchar de viva voz las costumbres europeas y sus experiencias en El Viejo Continente, pero cuando todos se fueron, él pensó que irían a la cama a recuperar el tiempo perdido; no fue así, ella le explicó que si la amaba debía esperar lo necesario.

Los besos que se obsequiaron esa romántica noche, risueña pero platónica en esencia, fueron en la sala con piezas de piano de Chaikovsky y Brahms interpretadas por ella; platicaron lo que no platicaron en seis meses; las experiencias de Atenea en Europa y sus complicaciones de lenguaje en Francia e Italia; al igual que los pormenores del Torneo Naipe de Diamante del que resultó triunfador Aarón. Atento como solía ser con ella, dejó que expusiera los detalles del viaje, y cuando le tocó turno a él, por exigencia de Atenea, le contó cómo y de qué manera les ganó a los tahúres del puerto.

El asunto tuvo lugar de la siguiente manera: En el último tercio del mes de diciembre se celebró El Torneo Naipe de Diamante, en una amplia casa de arquitectura neoclásica propiedad de Bricio Peñarrieta cercana al Gran Café Parroquia. De antemano se supo que Atenea no asistiría por encontrarse en Europa. Por esa razón la mayoría creyó tener mayores posibilidades de ganar. Para entonces, se sabía que había obtenido el beneficio de la vista y si ciega era altamente competitiva, pensaron sus detractores, en igualdad de condiciones sería por demás invencible.

Lo que no sabían era que el pensamiento suyo estaba errado porque la dama había perdido la capacidad de crear imágenes tridimensionales. Los jugadores se presentaron a las diez de la noche en la casa señalada para el acontecimiento más importante del año en juegos de póquer no sólo por la magnífica bolsa de cuarenta mil pesos de premio sino por lograr el reconocimiento de ser el mejor entre los mejores:

Calle Independencia número 67 –refería la tarjeta.

La contraseña de ingreso no demeritó la capacidad poética del anfitrión:

Si yo soy tu alma gemela, tu carne y tu valioso tesoro…

El tahúr debía contestar al fortachón guardia de seguridad:

… tú eres para mí, el que destroza mis entrañas en las noches de pasión desenfrenada.

Que un mastodonte de ciento treinta kilogramos de puro músculo le dijera a un caballero cosas tan bonitas y el caballero se las contestara con un toque de sensualidad manifiesta provocaba risa entre el emisor y receptor. La creatividad era normal, los veracruzanos se distinguían por su buen humor. Media hora después de las diez de la noche, con todos los participantes reunidos, a excepción de Atenea, el croupier ordenó que cada uno escribiera su nombre en el papelito y lo depositara en la urna de cristal para iniciar el torneo. Así se hizo. El protocolo se cumplió.

Los enfrentamientos de las mesas de juego dieron como finalistas a Bricio Peñarrieta, Matías Vielma, Gastón Padilla y a Aarón. En esta última fase de juego fue puesta la valija con los cuarenta mil pesos sobre la superficie de una mesa de caoba a los ojos de los presentes, acompañada del trofeo con El Naipe de Diamante, para incentivar el ánimo de los involucrados en la recta final. El ambiente hizo pensar que cualquiera podía ganar. Con lo que no contaron fue que Aarón diera el campanazo de una forma tan espectacular que el torneo sería recordado por muchos años como uno de los mejores enfrentamientos de tahúres del puerto de Veracruz.

Desde las primeras cartas que el croupier dio a los cuatro finalistas mostraron caras de contento. Con los cambios la felicidad en sus rostros se intensificó. Bricio Peñarrieta no se anduvo por los atajos y creído que ganaría fue el primero en mostrar su full de reyes con reinas; al hacerlo, gritó eufórico el triunfo por adelantado:

–¡Están perdidos caballeros!

Matías Vielma que odiaba a los escandalosos le quitó la risa de golpe con un póquer de ases bien sonado sobre la cubierta de la mesa. Sin embargo, antes de que éste último terminara de arquear la sonrisa Gastón Padilla, petulante a más no poder, se lo mató con una hermosa escalera de color que provocó alaridos y aplausos entre la escasa concurrencia.

Si el mundo no estuviera supeditado a las leyes probabilísticas cualquiera pensaría que su gane era inevitable e imbatible, por ese motivo Gastón Padilla se levantó del asiento y cogió la valija del dinero junto con la presea. Mas como la andanada de muestras de cartas se había desarrollado demasiado rápido Aarón puso en abanico, a la vista de los presentes, la escalera real de color que superó increíblemente a la de su colega y dejó boquiabierto a medio mundo. Los dejó paralizados, anonadados, hasta estúpidos.

Todas las jugadas de los tahúres fueron altas, tanto que en ningún otro torneo se había presentado algo así pero, de todas, la más alta fue la de Aarón para disgusto de los que tenían años en el selecto círculo sin ganar nada. De esa forma, el maletín con los cuarenta mil pesos en efectivo, incluido El Naipe de Diamante tallado en vidrio cortado, pasó de las manos de Gastón Padilla a las de Aarón.

La manera como se lo contó dejó perpleja a Atenea porque pudo imaginar la cara que puso Gastón Padilla al momento de retirar las manos de la valija y de la presea. Definitivamente, de haberse quedado, no habría tenido posibilidad alguna de superar a los tahúres veracruzanos incluido a Aarón.

–Ya te entregué El Trofeo Naipe de Diamante, te esperé seis largos meses, te demostré que te quiero. ¿Quieres casarte conmigo?

Al momento que Aarón dijo estas mágicas palabras sacó del bolsillo del pantalón un pequeño estuche negro aterciopelado, lo abrió sin prisa, de su interior extrajo una diminuta argolla de oro coronada por una hermosa aguamarina que puso al alcance de ella como el esclavo el tributo a su reina. Se pensaría que habría caído rendida a los pies del hombre amado, sin embargo, Atenea no era cualquier mujer, jamás se dejaba conducir por el corazón sino por la cabeza.

–¿Te interesa mi fortuna? –preguntó a bocajarro con sonrisa irónica en los labios y achicando sus hermosos ojos aceitunados.

–Me interesas tú –respondió seguro, sin quitarle la vista de encima.

–Si yo renunciara a toda mi riqueza, ¿querrías casarte conmigo?

–Tu dinero no me importa, con lo que ahora tengo nada nos faltará, es menos, mucho menos, de lo que posees pero suficiente para empezar una vida y labrar nuestro patrimonio con esfuerzo y trabajo –apretó el puño y lo retrajo al hombro.

Aarón tenía varios miles de pesos ahorrados para comprar tierras de cultivo, lo que siempre había soñado, que sumados a los cuarenta mil que obtuvo del Torneo Naipe de Diamante le alcanzaban para adquirir suficientes propiedades.

–No soy partidaria de las bodas, soy partidaria del amor –repuso Atenea para externar su pensamiento–. Las leyes humanas, civiles o religiosas, son ataduras que inmovilizan a las personas. Yo amo ser libre. Soy como el águila calva que orgullosa de su libertad sobrevuela los valles; a ella no le importa el límite ni las barreras. Quién me ame, tendrá que ofrecerme esa libertad que demando, no prisiones legales que opriman mis pensamientos, acciones y principios filosóficos.




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