Cuatro estados del engaño

  • URL copiada al portapapeles

Luis J. L. Chigo


Noviembre 26, 2020

A Paty. No te detengas.

Espejismo

Como bien sabemos, una constante de la educación en nuestro país es el recordatorio eterno al niño de su elección entre la maldad y la bondad. Según entiendo, en mi caso estuve más del lado de la maldad y, al día de hoy, si alguien opina sobre mis opiniones y afirma cierta maldad, el pequeño niño dentro de mí se retuerce un poco.

Por supuesto, no es una apología del daño. Sin embargo, también es cierta la construcción alrededor de nuestra generación —y de todas las anteriores a la nuestra y todavía en fuerte medida en las que vienen— de un imaginario moral destructivo y equívoco, perfecto para hacerle la vida de cuadritos al individuo. Desde lo sexual y hasta lo económico. Quizá por eso considero a mi pubertad y adolescencia como patéticas.

Mucho antes de imaginar tener una columna en este periódico, amable lector, ¿no le parece que las cosas no me fueron del todo mal? Mi contexto social y familiar jamás hubiera dado pauta a la delincuencia. Ciertamente el ser humano tiene casi todas las posibilidades a su alcance para retar los estándares morales y siempre elegir la maldad como camino, pero reprimir constantemente al niño para evitar su corrupción mientras las oportunidades de crecimiento sustanciales las coarta el Estado me parece un sinsentido de nuestra historia.

 

Espejo

Conozco a Patricia desde hace doce años. De hecho, me impresiona todavía tener contacto con ella. No se trata de una relación constante: estuvimos en el mismo grupo de secundaria un año, después me cambiarían de escuela y desde entonces no la vería sino dos veces más en un lapso de once años.

Paty ya terminó su matrícula de licenciatura en químico farmacobiólogo y, como muchos de nosotros, batalla para que la cotidianidad no devore sus oportunidades de titulación. De entre quienes conozco, ella es una de las personas más dedicadas a la investigación científica. Mientras comemos tacos me explica funcionamientos neuronales, me habla de enzimas, de electrones, de las consecuencias del estrés en el cerebro, de los síntomas del Alzheimer y el Parkinson. Y, cuando menciona las condiciones por las cuales se desarrollan estas enfermedades, no puedo sino sentir la charla como una premonición de mi futuro.

De los investigadores de cualquier rubro me impresiona la capacidad para memorizar procesos tan complejos o cantidades monstruosas de datos. Es el caso de ella, quien me da detalles de sus estudios en los últimos tres años: en uno de los pocos laboratorios dignos de la Universidad pasaba alrededor de 12 horas al día. Y justo cuando la admiración está en su punto, comenzamos a tener coincidencias en temáticas de lo más tristes: es complicado pensar en la posibilidad de estudiar en el extranjero, las becas para posgrados ya están apalabradas mucho antes de postularse uno mismo, aún con todas sus investigaciones deberá conformarse con el primer trabajo que encuentre porque la vida le pide cada vez más su independencia, ente otras más.

En lo profesional le han negado apoyos económicos, colabora conjuntamente con investigadores hombres y en el reconocimiento sólo a ellos se les menciona, estuvo cerca de ser acosada por una de las autoridades del laboratorio. Para acceder a la investigación tuvo que lidiar con funcionarios incompetentes y en alguna ocasión acorraló al rector de la universidad mientras hacía actos de campaña política en su facultad, para pedirle apoyo y poder viajar a un congreso fuera del estado.

En lo personal su situación fue más difícil por algún tiempo. En la actualidad prácticamente se hace cargo de casa mientras su mamá trabaja y la pandemia fue un respiro, después de mucho tiempo pudo dormir más. Probablemente el estrés le provoca dermatitis dos veces —porque si en algo se parecen económicamente pudientes y no pudientes es que ambos mueren y ambos se enferman.

Todas estas cosas que suenan a martirio son el día a día de Paty y de muchos otros estudiantes con condiciones similares. Por si fuera poco, el Estado les cierra puertas y en algunas ocasiones los asesina. Y, como si no fuera sorprendente todo lo anterior, Paty me lo cuenta con una sonrisa en el rostro. Después de todo, estas condiciones son las normales en este país por debajo de la media de la OCDE.

 

Realidad

Según el Panorama de la Educación 2020 de la OCDE, en México el 97% de los estudiantes de educación media superior, con programas de formación profesional, se inscribe en un programa de licenciatura. No suena desalentador, la media es de 70%. Sin embargo, sólo el 24% de esos jóvenes logra titularse de una licenciatura; aquí la media es de 45% para los países de la OCDE. Y todavía más escandaloso: sólo el 35% de estudiantes de media superior está en un programa de formación profesional. Total, si hacemos el juego mental de los porcentajes, hablamos de un número muy pequeño de personas con formación profesional en el país.

Si nos enfocamos demasiado en la educación media superior y superior, el panorama no es alentador, pero lo es todavía menos si hacemos una consideración global: quiénes de la educación básica llegan si quiera a la media superior y quiénes de la educación superior llegan a los posgrados. Según dicho informe México gastó este año 3,320 dólares estadounidenses por estudiante —¿será?— de media superior cuando el promedio es de 11,321. Y en una pandemia dicha situación se agrava.

Entonces recuerdo mucho a mis compañeros de la segunda secundaria a la que asistí, a una calle de distancia del INFONAVIT Bosques de San Sebastián: de dos grupos de aproximadamente 30 alumnos, más o menos 6 llegamos a estudios superiores. El resto de mis compañeros ya son obreros y muchas de mis amigas ya tienen hijos con sus esposos.

También comentaba lo anterior con Paty, ¿cómo le hicieron para ser adultos tan pronto? Pagan rentas, están casados, tienen hijos. Nuestro sector social no tiene posibilidades de sobra: o estudias o te vuelves adulto con prontitud. Y las contracorrientes, si lo vemos desde esa perspectiva, son similares: las luchas de unos por titularse son las luchas de otros por llevarle el pan a sus hijos. Yo no sabría si una es mejor con la otra, pero de un camión lleno a las 7 de la noche sería difícil distinguir quiénes vienen de una universidad y quiénes de una fábrica u oficina, a todos se les nota el mismo cansancio.

Esta es otra de las mentiras más grandes que nos dijeron: con un título de licenciatura te volverás rico. Si bien las posibilidades de la vida digna aumentan, el esfuerzo debe ser el doble o el triple que en cualquier otro país arriba del promedio. Para mala suerte de nosotros, ya descubrimos el engaño.

 

Patetismo

No se sienta decepcionado, lector, ya regreso a la cuestión de la niñez.

Conozco a Paty hace doce años, justo cuando teníamos doce años. A esa edad me cambian de escuela justamente por ser “malo”. Y no se me quitó, hace algunos días fui fuertemente reprendido por hablar mal de una de mis tías. La holgada posición económica de mi familiar se ha traducido en actitudes groseras hacia mi persona. No sabría decir si se trata de una proyección de lo público en lo privado o viceversa. La misma actitud la tiene un político o un empresario con sus subordinados.

Pero lo terrible es la enseñanza del silencio. Al poderoso se le teme, no se le reclama, y se disfraza todo ello en la cuestión del respeto. Si bien la ayuda estuvo ahí cuando se necesitó, ¿es razón, en mi caso, para tolerar el abuso o para, en su caso, llevarlo a cabo? Este tipo de razonamientos son los que se utilizan para encubrir a los abusadores sexuales al interior de las familias o para no despedir a los empleados acosadores de una institución. “Es tu tía”, “es tu profesor”, “es tu jefe”. Es la misma dinámica para obtener una beca, “te daremos dinero para un posgrado pero tienes prohibido asistir a una manifestación”.

En otras palabras, en doce años ni Paty ni yo nos hemos vuelto delincuentes y quizá a los dos nos enseñaron la misma moralidad. Por eso callamos ante el abuso y por eso redoblamos los esfuerzos para tener otra calidad de vida. Es como engañarnos a conciencia.

Le comento la situación familiar a Flor, mi psicóloga, y me responde con una frase que todos deberíamos tener en cuenta antes de tener hijos: “a ningún niño se le debería decir que es pobre”. Yo agrego “tampoco que es malo”. Porque si no, ¿cómo podría reclamar lo injusto sin echarse la culpa? Y de mientras, con todo y el título universitario, el monstruo continúa devorando.


  • URL copiada al portapapeles