Asesinar a un estudiante

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Luis J. L. Chigo


Enero 04, 2021

Una de mis primeras notas periodísticas fue reprendida fuertemente por un reconocido fotógrafo. En el cuerpo de dicho texto usé la palabra kamikaze. Él, del otro lado del teléfono, gritaba con euforia “¡¿Sabes qué significa la palabra kamikaze?!”. De momento imaginé que se trataba de una broma y empecé a recitar la definición del diccionario. A la mitad de mi explicación volvió a gritar “¡Asesino! ¡Eso significa esa palabra!”. Vaya, este es el punto: las palabras deben ser adecuadas cuando de ellas depende la preservación de la vida humana y la enunciación de su dignidad.

Pero, en esta ocasión estoy seguro de usar adecuadamente la palabra: asesino es el adjetivo para designar a este estado. Puebla está asesinando a sus estudiantes. No se puede decir de otra manera, cualquier rodeo lingüístico resulta una justificación de la realidad más vergonzosa de nuestra entidad.

¿A qué me refiero con lo anterior? Si hay una población significativa en esta ciudad, es la de los estudiantes. Llenan los camiones, las calles, las plazas, algunas tiendas o maquinitas después de ir a clases. Después de las iglesias —el recordatorio de las prioridades poblanas— la mayor cantidad de nuestros inmuebles deben ser escuelas. El estudiante dota de un flujo económico. Pero, curiosamente, están insertos en una sociedad ignorante —también uso esta palabra a conciencia—, prejuiciosa e intolerante. Toda la estructura de la poblanidad lo hace vulnerable.

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Los niveles de media superior y superior los realicé en la BUAP. En la Preparatoria Emiliano Zapata y en la Facultad de Filosofía y Letras, respectivamente. Es una coincidencia fatal que en poco menos de un mes dos estudiantes de dichas secciones sean asesinados en esta ciudad. Aldo, bailarín, 18 años. Adrián, filósofo, 35 años.

Desde donde se le vea, se trata de una atrocidad el asesinato de un estudiante. Pero atentar contra quienes modelan al ser humano, lo develan y lo investigan en sus condiciones existenciales más básicas es, precisamente, inhumano. Por supuesto, quienes empuñaron las armas para acabar con sus vidas no viven sino en un profundo desinterés por estas cuestiones. Pero esto no justifica, además, el ensañamiento con los cuerpos, el lugar que ocupa la vida y su dignidad. Los asaltantes que asesinaron a Aldo, el velador de la bodega y su sobrino que presuntamente asesinaron a Adrián e hirieron de gravedad a Hadamay, no sólo perdieron las posibilidades económicas —por ello, de entrada, eran delincuentes—, también toda concepción del significado del dolor. Toda la delincuencia es incapaz de verse a sí misma como portadora de sentimientos o sensaciones, por eso no tienen justificación alguna.

Y ni hablar del contexto donde llevaban a cabo sus vocaciones los estudiantes. Estamos llenos de individuos que a la menor enunciación de la humanidad se ponen a la defensiva. “¿Vas a estudiar letras? ¿Artes plásticas? ¿Y de qué vas a vivir?”, como si esas mismas condiciones no las hubieran puesto la ignorancia social a gran escala. Es decir, en un contexto donde leer o ir a un museo es una pérdida de tiempo, no podemos esperar mayor protección porque ya ahí se le anuncia al humanista que no va a ser protegido en ninguna ocasión.

Adicionalmente, la corrupción y la total y completa ineficiencia de todos nuestros cuerpos de seguridad y de justicia, hacen del territorio poblano una trampa mortal para los más jóvenes. Ustedes disculparán, pero aquello que todas las mañanas desborda la boca del presidente López Obrador conocido como “Transformación” no es sino un conglomerado de decisiones no provenientes de él. La transformación auténtica vendrá de quienes se educan aquí y ahora y todos los niveles de gobierno, incluido él, contribuyen a su desaparición todos los días al propagar la impunidad como forma de vida.

Dicho de otra manera, ¿a mí de qué me sirven las capturas de Lozoya y Cienfuegos y su espectáculo mediático si al pisar territorio mexicano quedan libres y mientras tanto a mi compañero de butaca le arrebatan la vida?

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¿Cuánto vale la vida de un estudiante? La pregunta ofende: la vida humana o vale lo inimaginable o sencillamente no tiene precio porque es invaluable. ¿Cuánto vale una vida humana? Esa pregunta más general es la base de un cuento de Ricardo Vigueras titulado El precio de una vida humana. Pero vamos por partes, armemos una estructura para contrastar.

Despertar cada mañana en México implica despertar con un nuevo absurdo político. Samuel García, abiertamente declarado como candidato a la gubernatura de Nuevo León, publica sin ninguna pena un video donde afirma lo difícil de ser joven —juventud suya, por supuesto—: su papá le daba el dinero de la semana sólo hasta llegar al hoyo 18 de un juego de golf. Andrés Manuel López Obrador ser ríe mientras pronuncia la palabra “masacres”, como si ésta no significara nada en nuestra historia. Miguel Barbosa recomienda no “radicalizar” los movimientos y pide a los colectivos feministas no pintar las edificaciones.

¿Quién de todos ellos dará cuenta de la situación de violencia en el país? Ahora tenemos dos ejércitos y es como si no hubiera ninguno. De la policía, mejor ni hablamos. ¿Quién de ellos, los políticos de ahora y los de antes, responderá por la larga lista de muertos y desaparecidos? ¿Quién de ellos, desde el descuido de su lenguaje, re-significará las palabras “Hombre asesinado a puñaladas, estudiaba doctorado en Filosofía” o “Apuñalan y matan a ex alumno de preparatoria”? ¿Hombre? ¿Alumno? ¿Eso qué significa si no menos que nada para los discursos políticos?

En su libro Procesos de la noche, Diana del Ángel lleva a cabo precisamente el camino inverso. El cuerpo de Julio fue encontrado desollado en un paraje de Iguala después de aquella noche del 26 de septiembre de 2014 en Ayotzinapa. La palabra “cadáver” es de uso común entre los jueces y policías para referirse a Julio. Quien alguna vez tuvo nombre, apellido y rostro, y por tanto identidad, se reduce a dicha palabra después del embate de la delincuencia. Pero justo eso somos los estudiantes para quienes están en el poder: un cadáver, un cuerpo sin vida, un desecho sin importancia.

¿Cuánto vale la vida de un estudiante? Vuelvo al razonamiento de Ricardo Vigueras. Pónganle un precio, sin pena alguna. Mil, dos mil, un millón. Porque si la vida de un estudiante tuviera precio al menos tendríamos alguien que tuviera que pagar por ellas, en lugar de escuchar las charlatanerías de nuestros gobernantes, a quienes se les hace fácil decir todas las mañanas que en este país la delincuencia lleva ganadas más de 60,000 vidas.

Se llaman Aldo Padilla, Adrián Salas, Francisco Tirado y Cristopher Ramírez los estudiantes asesinados el año pasado en Puebla. Y no, no son el obituario de ninguna autoridad del Estado o de la Universidad que “exige justicia, lamenta la pérdida y manda sus condolencias a los familiares”. Son la memoria de las consecuencias de un país iletrado, apático e insensible. Son las consecuencias de la gobernancia del crimen. Son los seres humanos, las contradicciones encarnadas en sus corporeidades dañadas y por las cuales hemos de alzar la voz, en un estado donde se tiene permiso para poner una manta con la leyenda “Puebla defiende la vida” y a la vuelta de ese edificio se está apuñalando a un estudiante.


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