Queja sobre la autoestima

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Por: Santiago Luna

Aquello que llamamos “autoestima” no es de ninguna forma “estima” y tampoco es un sentir autónomo, sino que es dependiente y resulta de un intento por asignar una puntuación objetiva a nuestra dignidad con el propósito de comparar la calificación propia con la de los demás.

Una persona con autoestima es una reina o rey carmesí que escaló la cima de sí mismo por medio del dolor de otros, en el entendido de que es un ser superior en potencia.

La autoestima no puede existir por sí misma y es por ello que se define por medio de la comparación entre dos estados supuestamente irreconciliables de la misma persona; uno pasa de existir sin valía alguna a ser el ejemplo por excelencia de pundonor.

Se distingue casi siempre un rasgo temporal: “ya me quiero más que antes", "ayer me veía precioso", "solía odiarme pero ya no”.

Puede decirse que es frágil e impulsiva, pues el arrojo de que hoy "estoy feliz conmigo" es terminante, aunque sensible a las ocurrencias del día.

En este sentido también es perezosa pues no implica un proceso de búsqueda sino la toma de una decisión única, desinformada la mayoría de las veces.

No es extraño para un cobarde pavonearse por el tamaño de su autoestima, pues el objetivo que esta tiene es servir como placebo para curar la culpa.

Con ella se garantiza un alivio temporal al resentimiento que el hombre tiene por sí mismo, un rencor cuyo origen es el haber fallado en la defensa de su honor en cuerpo, en alma, o en cualquier situación donde estos dos últimos se superponen, inevitablemente.

A pesar de que la autoestima se regocija y se infla cuando recibe atención ajena, en la intimidad es cohibida: provoca en quienes la poseen una aversión absoluta por el dolor, al grado de no reconocerlo jamás dentro de sí mismos y en especial cuando es causado por sus semejantes.

Desde el punto de vista de la autoestima, la condición humana es un obstáculo y no un medio; esto es, que responder ante la adversidad como seres sensibles no es ideal.

Aún más, es indeseable. Quien soy y lo que siento deben extinguirse para mostrar ante otros la versión invencible del “yo”.

La autoestima se celebra y se presume, al contrario del amor por uno mismo que se entiende y se resguarda. Al amor se le permite entrar y uno se permite sentirlo; no puede forzarse y es imposible contenerlo en escalas arbitrarias.

Mientras que la autoestima es una especie de resignación cuya médula es el terror de que me falte afecto en caso de que otro no me lo pueda dar, el amor involucra entregarme a mí mismo, con tantos o tan pocos cargos de conciencia reconozca en mi corazón.

Sentir amor por uno es caer en cuenta de que valgo por lo que soy, a pesar de lo que he sido y en servicio de lo que voy a ser. Aquello que llamamos “autoestima” no es de ninguna forma “estima” y tampoco es un sentir autónomo, sino que es dependiente y resulta de un intento por asignar una puntuación objetiva a nuestra dignidad con el propósito de comparar la calificación propia con la de los demás.

Una persona con autoestima es una reina o rey carmesí que escaló la cima de sí mismo por medio del dolor de otros, en el entendido de que es un ser superior en potencia.

La autoestima no puede existir por sí misma y es por ello que se define por medio de la comparación entre dos estados supuestamente irreconciliables de la misma persona; uno pasa de existir sin valía alguna a ser el ejemplo por excelencia de pundonor.

Se distingue casi siempre un rasgo temporal: “ya me quiero más que antes", "ayer me veía precioso", "solía odiarme pero ya no”.

Puede decirse que es frágil e impulsiva, pues el arrojo de que hoy "estoy feliz conmigo" es terminante, aunque sensible a las ocurrencias del día.

En este sentido también es perezosa pues no implica un proceso de búsqueda sino la toma de una decisión única, desinformada la mayoría de las veces.

No es extraño para un cobarde pavonearse por el tamaño de su autoestima, pues el objetivo que esta tiene es servir como placebo para curar la culpa.

Con ella se garantiza un alivio temporal al resentimiento que el hombre tiene por sí mismo, un rencor cuyo origen es el haber fallado en la defensa de su honor en cuerpo, en alma, o en cualquier situación donde estos dos últimos se superponen, inevitablemente.

A pesar de que la autoestima se regocija y se infla cuando recibe atención ajena, en la intimidad es cohibida: provoca en quienes la poseen una aversión absoluta por el dolor, al grado de no reconocerlo jamás dentro de sí mismos y en especial cuando es causado por sus semejantes.

Desde el punto de vista de la autoestima, la condición humana es un obstáculo y no un medio; esto es, que responder ante la adversidad como seres sensibles no es ideal.

Aún más, es indeseable. Quien soy y lo que siento deben extinguirse para mostrar ante otros la versión invencible del “yo”.

La autoestima se celebra y se presume, al contrario del amor por uno mismo que se entiende y se resguarda. Al amor se le permite entrar y uno se permite sentirlo; no puede forzarse y es imposible contenerlo en escalas arbitrarias.

Mientras que la autoestima es una especie de resignación cuya médula es el terror de que me falte afecto en caso de que otro no me lo pueda dar, el amor involucra entregarme a mí mismo, con tantos o tan pocos cargos de conciencia reconozca en mi corazón.

Sentir amor por uno es caer en cuenta de que valgo por lo que soy, a pesar de lo que he sido y en servicio de lo que voy a ser.


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