El plan de Biden para terminar con esta desastrosa “carrera hacia el fondo”

El plan de Biden para terminar con esta desastrosa “carrera hacia el fondo”

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Memorias del Crimen

Al sacudir de esta manera nuestras sociedades, la pandemia tuvo el mérito de exhibir debilidades e incoherencias de nuestro mundo, por mucho que las estuvimos tratando de ignorar que durante tantos años. Una de estas fallas sistémicas es la llamada “carrera hacia el fondo”, que alienta a los gobiernos a bajar sus impuestos corporativos con el afán de atraer inversión extranjera, a expensas de otros países. 

Consecuencia de esta lamentable tendencia, la tasa promedio del impuesto sobre los beneficios de las empresas pasó de cerca de un 50% a mediados de los ochenta, a un 20% en la actualidad, lo cual ha reducido dramáticamente la capacidad de acción de los gobiernos nacionales. No fue ninguna casualidad si esta reducción se produjo en el contexto del espectacular auge global de la ideología neoliberal, que le asigna un rol minimalista al gobierno y le apuesta a las “fuerzas del mercado” para obtener resultados económicos óptimos. 

Si bien esta visión sigue ejerciendo una poderosa influencia hasta la fecha, varios sucesos contribuyeron a cuestionarla, como la crisis económica del 2008-09, la actual pandemia y la necesidad cada vez más acuciante de luchar contra el cambio climático. Estos tres sucesos presentan como punto común el demostrar la necesidad de un Estado fuerte, con recursos y capacidad para intervenir de manera masiva en la economía y más generalmente sobre su entorno. 

En contraste con su antecesora, la nueva administración estadounidense tiene consciencia de su responsabilidad y ha anunciado un plan de modernización de sus infraestructuras de una magnitud inédita: 4 millones de millones de dólares, lo equivalente a una cuarta parte del PIB de la primera economía mundial. Este proyecto, que es adicional al gasto colosal realizado hace pocas semanas para sostener a los sectores poblacionales y económicos más vulnerables, pretende proyectar a Estados Unidos en una nueva dimensión, al dotarlo de infraestructuras que estén por fin a la altura de su estatus, y que permita orientar al país hacia un modelo económico que incorporara la noción de sostenibilidad, en su dimensión tanto medioambiental como de justicia social. 

Semejante proyecto viene de la mano con un gasto considerable. Para evitar que la deuda pública, que ya se encuentra en niveles abismales, se profundice todavía más, el presidente Biden pretende recurrir al impuesto para financiar su proyecto. En su campaña, recalcó que no aumentaría la carga tributaria sobre las personas físicas, excepto para aquellas que se encontraran en un segmento altísimo de ingresos, lo cual distaría mucho de ser suficiente para proveer los recursos necesarios.

De ahí la intención de elevar la imposición sobre los beneficios de las empresas, a contracorriente de la política de su predecesor quien en 2017 la había recortado de forma drástica, de un 35 a un 21%. Conviene resaltar que este descuento extremadamente favorable a las empresas no había generado ningún impacto medible sobre la creación de empleos o la elevación del ingreso medio, y que sus efectos terminaron beneficiando a quienes de por sí ya podían contemplar la pirámide social desde la posición muy ventajosa que tenían apartada. 

Bajo el plan presentado por Biden – y que a la fecha sigue en proceso de negociación – la tasa de imposición subiría hasta un 28%, un término medio entre el “antes” y el “después” del recorte aplicado por el gurú del movimiento MAGA. Sin embargo, la actual administración es consciente de que este aumento alentaría prácticas de “optimización fiscal” por parte de las empresas, consistentes en realizar movimientos contables, dentro o fuera de la legalidad, para declarar sus utilidades en países donde la tasa impositiva es (mucho) más baja, incluyendo paraísos fiscales. En otras palabras: la estrategia de Biden no permitiría recaudar las cantidades esperadas en un entorno donde se sigue compitiendo entre países en esta ya descrita carrera hacia el fondo. 

Ahí es donde se puede apreciar el voluntarismo de la Casa Blanca de hoy: en lugar de dar por sentada la existencia de esta realidad tan benéfica para las empresas y tan perjudicial para los gobiernos, el líder de la primera potencia mundial puso sobre la mesa una ambiciosa propuesta: todos los Estados deberían aplicar una tasa de por lo menos 21% sobre las empresas, para reducir los incentivos para que ellas evadieran impuestos al desplazar artificialmente sus beneficios a los países de su conveniencia. En sí, la idea no es revolucionaria, ya que lleva una década siendo discutida en el marco de la OCDE. Sin embargo, las pláticas existentes giran en torno a una tasa ridículamente baja (12.5%) y aun así no han producido resultados. El nuevo impulso aportado por la administración estadounidense, en un contexto donde todos los gobiernos hacen frente a gastos descontrolados frente a la actual crisis sanitaria, permite esperar avances antes inconcebibles. 

Por supuesto, no hay que caer en un optimismo desconectado de las realidades: será difícil que esta iniciativa se concrete tal como se expuso, por una serie de razones. Primero, la complejidad del tema es intimidante: cada país tiene sus propias normas fiscales, por lo que una misma tasa puede significar cosas diferentes en dos sistemas nacionales distintos. Segundo, ciertos Estados la jugarán de “pasajeros clandestinos” (free riders) y no se unirán a esta posible tendencia, para seguir beneficiándose de este tipo de ventaja comparativa. Tercero, en caso de acordarse una tasa mínima a nivel global, algún mecanismo de verificación será necesario para asegurarse que todos los participantes de verdad se apeguen a las reglas comunes. Esta intrusión en la “cocina” fiscal de cada Estado podría ser considerada como inaceptable por varios de ellos, en nombre de su sacrosanta soberanía. 

Lo anterior remarca el carácter muy ambicioso de la propuesta estadounidense: más allá de la definición de una regla común de alcance global, se trataría de establecer también las bases de una gobernanza global que la haga valer. Y qué buena noticia: el mundo de hoy nos está mostrando de manera cada vez más clara que no podemos prescindir de mecanismos que permitan tomar decisiones trascendentales de forma colectiva.

* Profesor de tiempo completo del Tecnológico de Monterrey en Puebla, en la carrera de Relaciones Internacionales – [email protected] 

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