realidad, son como los animales descritos por el filósofo alemán: envidian tanto la dicha de estos que, cuando tienen la oportunidad, se comportan inertes.
Pocas cosas me
dan tanto miedo como llegar a los 30 años y descubrirme tirado en un sofá con
total desesperanza. Mirar al techo, tomar mi teléfono –si no han evolucionado
en otro dispositivo– y publicar en mis redes sociales, de la manera más
descarada, que lo intenté tantas veces como fue posible y ahora ya no queda
nada. Y si vivo 60 años, ¿30 de ellos serán un ejercicio de desilusión eterna? Eso
observé el 6 de junio de este año cuando abrí mis redes sociales. Los
escritores, intelectuales, docentes y todo aquel autoconsiderado como
ilustrado, presumían su no-voto. También de forma descarada, llaman al obrero a
luchar y a no marcar la boleta, que porque la historia se repite, que porque
elegimos de nuevo al dueño y vacilaciones escritas con metáforas ridículas, que
porque están desilusionados. Claro, ellos ya eligieron toda su vida, eligieron
lo peor para los más jóvenes y ahora debemos sentir lo que sienten y hacer lo
que piden con discursos cursis sobre su cansancio. Me
los imagino sintiéndose Nietzsche mientras escribía la Segunda consideración
intempestiva, observando a través de su balcón la “embarazosa carrera de
antorchas” en la historia monumental. En realidad, son como los animales descritos
por el filósofo alemán: envidian tanto la dicha de estos que, cuando tienen la
oportunidad, se comportan inertes. Son
gatos dormidos: cuando el viento llega, sólo mueven los bigotes para afinar los
reflejos. Por eso, cuando dan su perspectiva sobre las elecciones, los gatos se
juntan y entre todos se relamen los pelos de la espina dorsal. “No iré a votar,
me siento decepcionado”, dice un personaje ganador de uno de los tantos premios
nacionales de literatura. “El obrero no vota, el obrero lucha”, le contesta un
columnista que de obrero sólo tiene las fotos que acompañan su sentencia. Se
veían tan lindos y elocuentes hace tres años, pidiendo el voto para López
Obrador, con la exigencia de la democracia desde la altura moral. Y no, no soy un defensor de la mentira
democrática de este país. Mucho menos de un partido o personaje político. A
todas luces, se trata de un ejercicio vacío e intrascendente. Este asunto trata de la incongruencia, de cómo la
palabra se vuelve el medio para engrandecer el espíritu –el propio–, pero sin
asumir las consecuencias. ¿Acaso no es Nietzsche quien asevera que cuando el
espíritu crece el dolor se intensifica? Pero estos son maestros de la palabra,
tienen novelas y poemarios excepcionales y lo gozan. Ahí debería detenerse su
influencia. El escritor, filósofo, artista, etc., debería pensar si coincide él
mismo con sus preceptos. Ni siquiera para ser mejor ser humano, sino para no
quedar en ridículo. Exigen
del resto de la sociedad el raciocinio. “Dicen más todos los votos anulados o
la ausencia total de la sociedad en las casillas”, pero no tienen idea de
cuáles son las colonias obreras de la ciudad, dónde quedan los parques
industriales ni qué rutas de camión nos llevan a ellos. Organizan imaginariamente:
seguramente su petición aparecerá por arte de magia ante aquellos seres
barriobajeros sin memoria ni cerebro. Ellos y ellas, quienes nunca en su vida
han organizado una huelga o una marcha –y mucho menos poseen la valentía de
dirigir a la masa que tanto odian por no ser pensante–, habitan un mundo donde
todos y todas comprendemos su vocabulario e ideales. La
periferia no es ignorante, pero tiene otras preocupaciones. ¿O de verdad creen
que mi casilla estaba vacía porque todos tomaron consciencia de su clase y
decidieron plantar cara a los poderes políticos de este país? Mi amiga, madre
soltera desde los 16 años cuya economía es la venta de productos por catálogo,
mi compañero de butaca en la secundaria ahora dealer o trabajador de 12 horas
en una tienda de autoservicio, seguramente leyeron la publicación del premio
nacional de novela y fueron iluminados. Estas
publicaciones deberían quedarse guardadas en algún segmento de la masa
encefálica y no salir de ahí jamás. Por más que estén escritas en primera
persona, si lo pones en tu muro, la intención deja de ser personal. Por alguna
razón, ser pobre está de moda, al menos desde el inicio de las campañas
electorales. El 7 junio quizá ya recuerden que viven en colonias bastante
cómodas y con todos los servicios, que tienen becas muy jugosas por escribir
sus libros o pintar sus cuadros. El 7 de junio dejarán de recordarnos a cada
rato que su tataratatarabuelo fue un humilde campesino abusado por el dueño de
las tierras, de la misma hacienda en Comala que posteriormente le serviría a
Rulfo para hacer su Pedro Páramo. O
pueden ser ese Marx que pasaba 9 horas en la biblioteca y otras 9 organizando a
la clase trabajadora. El chiste se cuenta solo. Hace
poco me preguntaron el porqué de estudiar Filosofía y la tardía decisión de
laburar con algo relacionado a la Literatura. Las dos me salvaron la vida en
etapas distintas. No lo digo al borde de un edificio con el llanto
descontrolado: mi existencia sería una línea recta infinita sobre un plano
cartesiano, de no haber llegado a ellas. Ambas
disciplinas tienen protagonistas, y estos se desbordan de pasión en las aulas
para (con)mover a los más jóvenes. Ocultan detrás de su discurso elocuente un
beneficio personal. Son los fuckboys de las ciencias sociales y
humanidades: saben ilusionar para luego abandonar. Son románticos empedernidos
del intelecto y la reprensión moral, galanes de telenovela producida por la
gran escena política. En una mano sostienen el megáfono y en la otra el sobre
con la beca del SNCA o del CONACyT. Lamentablemente,
el ciclo se repite. La fuerza de la palabra domina la escena. Nosotros caemos
rendidos ante ella, sea de un político, un “intelectual” o un patán salido de
una telenovela. La preferencia de que “todo fluya” a construir algo. Ya vendrán
los posts de corazones rotos o de por qué amamos a quienes no nos corresponden.
Porque amamos ser contradictorios, como dicen los poetas. Nos reconciliaremos
con quienes nos hicieron daño y aseguraremos vivir contentos con ese pasado
monumental.
¡Venga,
pues! Que hablen los resultados de nuevo. Pero si usted no está dispuesto a
tomar las calles y palacios de gobierno, no nos romantice la mediocridad en el
ciudadano, que ese es el pan nuestro de cada día, con los políticos. |
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