Conforme transcurre el tiempo, la energía palidece, y se llega la conclusión de que se está adaptado a la era de la información; es decir, a nada
Aparecer en público es una necedad que se cura con los años. Más no representa un cambio medular en el comportamiento del individuo, sino consecuencia de lo vivido. Conforme transcurre el tiempo, la energía palidece, y se llega la conclusión de que se está adaptado a la era de la información; es decir, a nada, como pensaba Houellebecq. Pensar es estar muerto. En esa atmósfera nos damos cuenta de la realidad, la cual suele ser más cruenta de lo que vemos en las películas, o aquella que cuentan las sombras que nos acompañan a diario. El rumbo de la sociedad luce perdido y los caminos adyacentes desiertos. Afortunadamente, el celular ha provocado desestimar tal aniquilación, permitiendo desdeñar lo que merece ser ignorado. En vísperas del nuevo año perseguimos el éxito, pero quien ha adquirido cierta experiencia, reconoce lo engañoso que resulta tener el menor reconocimiento. La admiración eclipsa la capacidad de pensar y adormece la sensibilidad que adquirimos vía la derrota y el fracaso, prestando cuidado de no caer en la decepción absoluta que nos lleve al ostracismo. Por suerte, he leído recientemente algunos ensayos lúcidos que ejercen una crítica mordaz a la industria de la felicidad como un discurso mercadológico, así como pensadores que han reconciliado el vínculo del ser humano con su entorno, y a partir de él construir redes de alternativas. El rumbo es tan siniestro que ni siquiera las universidades persiguen cambios de paradigmas, pues funcionan como partidos políticos o como empresas piramidales. Sigo creyendo que en los libros existe cierto consuelo o pequeña luz, tal cual declaró Ursula K. Le Guin: a menudo los cambios surgen a partir del arte; sin embargo, rara vez las ideas terminan no siendo captadas por un aparato burocrático que logró estremecer a Kafka, y causó que el individuo moderno habite un sistema que lo mata lenta e implacablemente.
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