Las recientes tensiones originadas por la ciclovía de Las Torres pusieron nuevamente sobre la mesa, la discusión sobre el espacio público. Mientras colectivos ciclistas defienden la necesidad de mantener y ampliar la infraestructura para garantizar su seguridad y movilidad, comerciantes y habitantes manifiestan su rechazo al argumentar afectaciones económicas y pérdida de clientes.

Uno de los principales factores que alimentan estas tensiones es la planeación urbana deficiente. Puebla ha crecido de manera desordenada, con proyectos que históricamente privilegian el uso del automóvil y relegan tanto a peatones como ciclistas, quienes en la práctica quedan en desventaja.

A ello se suma la saturación del espacio público, con un parque vehicular que crece desmedidamente, banquetas estrechas, ciclovías incompletas y calles congestionadas que hacen que cada metro cuadrado se convierta en un territorio en disputa, donde confluyen intereses diversos y a menudo contrapuestos.

Las y los comerciantes perciben que la reducción de carriles o estacionamientos afecta directamente a sus ventas, pues consideran que limita la llegada de clientes en automóvil. Este temor genera resistencias inmediatas a cualquier intervención urbana que busque redistribuir el espacio.

A este elemento se suma la limitación en la cultura vial y de educación ciudadana. Aún prevalece la idea de que el automóvil debe gozar de prioridad sobre otros medios de transporte, lo que deja a peatones y ciclistas en un segundo plano y alimenta actitudes de rechazo hacia proyectos que buscan darles mayor protagonismo.

Reitero que es necesario pensar políticas públicas de largo plazo. La movilidad en Puebla suele atenderse con obras parciales o coyunturales, más vinculadas a calendarios y posturas políticas que a una visión integral. La falta de continuidad en los proyectos impide consolidar un modelo urbano que equilibre las necesidades de todos los sectores.

Tampoco es posible analizar esta disputa desde el cristal del privilegio, donde ciclistas y automovilistas suelen colocarse en polos opuestos sin reconocer las profundas desigualdades que marcan el acceso a la movilidad. Para unos, la bicicleta representa la única alternativa económica y segura; para otros, el automóvil es símbolo de comodidad y estatus. El debate no puede reducirse a preferencias individuales, sino a cómo el espacio público se distribuye y se garantiza como un derecho para todas y todos.

El papel de los gobiernos es central en la gestión del espacio público. La planeación urbana deficiente, basada en proyectos aislados y coyunturales, ha impedido consolidar un modelo integral de movilidad que articule transporte público, infraestructura peatonal y ciclovías.

 

La ejecución de obras suele carecer de socialización con la ciudadanía, lo que genera desconfianza y rechazo. A ello se suma una normatividad rezagada que no garantiza plenamente los derechos de ciclistas y peatones, dejando vacíos que propician la discrecionalidad. La falta de vigilancia agrava el problema: ciclovías invadidas por automóviles o sin condiciones de seguridad reducen su efectividad.

Los gobiernos tienen que asumir un rol pedagógico. No basta con trazar ciclovías: se requiere fomentar una cultura de respeto y convivencia en el espacio público. Campañas de educación vial, diálogo permanente con los distintos sectores y la creación de foros ciudadanos reales pueden convertirse en herramientas para disminuir las tensiones y generar acuerdos.

En el fondo, la confrontación entre ciclistas y comerciantes revela una deuda mayor: la ausencia de un proyecto urbano de largo plazo. Mientras el espacio público siga viéndose como un botín y no como un derecho colectivo, seguiremos en las mismas.

Hasta la próxima.