Jueves 30 de Octubre de 2025

En los pueblos de México todavía se escucha, al amanecer, el ruido del tractor viejo que se enciende entre la neblina. Son los mismos hombres y mujeres que, desde hace décadas, han hecho del campo su vida. Pero cada año son menos. Cada temporada se despide alguien más, cansado, con la esperanza marchita, con la certeza de que ya nadie seguirá sus pasos.

El campo mexicano envejece. Los campesinos que alguna vez soñaron con dejarle la tierra a sus hijos hoy enfrentan una realidad distinta: los jóvenes ya no quieren sembrar. No porque les falte amor por la tierra, sino porque el trabajo ya no alcanza para vivir. Los costos suben, los apoyos son escasos y el precio de sus cosechas se define lejos de sus manos, en escritorios donde pocos saben lo que es trabajar bajo el sol.

Detrás de cada surco hay historias que duelen: hombres que vendieron su ganado para pagar deudas, mujeres que siguen cultivando con fe aunque la lluvia ya no llega como antes, familias que abandonaron su parcela porque nadie quiso continuarla. Cada parcela que se deja sin sembrar no es solo una pérdida económica: es un pedazo de identidad que desaparece.

México nació del campo. Su gente, su comida, su cultura y su historia están sembradas en la tierra. Pero en las últimas décadas se ha vuelto normal ver cómo los jóvenes migran a las ciudades o al norte, buscando lo que el campo no pudo darles. En muchos pueblos, las escuelas rurales están vacías, las tierras se rentan o se venden, y los abuelos siguen trabajando solos, aferrados al último pedazo de su herencia.

No es solo un problema agrícola, es un tema humano. Cuando el campo muere, también muere una manera de entender la vida: la del esfuerzo compartido, la comunidad, la paciencia de esperar la cosecha. Es perder el vínculo más profundo que tenemos con la tierra.

El país no puede seguir volteando hacia otro lado. No puede seguir dejando que los campesinos, los que nos dan de comer, vivan en el olvido. Ellos no piden caridad, piden oportunidades, precios justos, caminos, agua, herramientas, educación para sus hijos. Piden ser escuchados.

La última generación del campo todavía está aquí, sembrando con las manos agrietadas, esperando que alguien mire hacia ellos antes de que sea demasiado tarde. Porque si el campo se apaga, con él se apaga también la raíz más humana de México.