Lunes 03 de Noviembre de 2025

Tardamos más de dos siglos y medio en conquistar el derecho al voto. No fue una concesión ni un acto de buena voluntad del poder, sino el resultado de una lucha sostenida por generaciones de mujeres que se atrevieron a cuestionar el orden establecido. Aquel logro fue mucho más que un cambio legal: fue una afirmación profunda de que las mujeres somos parte plena del proyecto humano.

Por eso, cuando Martha Lamas advierte que el feminismo no debe volverse mujerismo —una tendencia que solo busca cosas para las mujeres sin transformar las estructuras de desigualdad y explotación—, lanza una advertencia crucial: el riesgo de perder el sentido ético del feminismo.

El feminismo no nació para enfrentar a los sexos, sino para reivindicar la igualdad sustantiva y la libertad como atributos universales. Reducirlo a una agenda de intereses o a una competencia por espacios de poder es vaciarlo de su contenido político y moral. El desafío actual consiste en recuperar su raíz humanista: aquella que busca liberar a mujeres y hombres de los patrones de dominación, violencia y exclusión que degradan a todos por igual.

En ese sentido, las palabras de Teresa de Jesús siguen siendo luminosas. Ella, en pleno siglo XVI, habló de la interioridad como el espacio donde habita la libertad más pura, y de la dignidad como un don que trasciende toda diferencia social o biológica. Su pensamiento místico anticipó, sin saberlo, la idea moderna de autonomía personal.

También Edith Stein, filósofa y discípula de Husserl, llevó esta reflexión a un plano ontológico: la dignidad no es un adorno moral ni una conquista social, sino la esencia de la persona. Todo sistema político o cultural que olvida esa verdad termina por deshumanizarse.

Desde otro horizonte, Rosario Castellanos nos recordó que la emancipación femenina no consiste en imitar a los hombres ni en negar la diferencia, sino en construir un espacio propio desde la palabra y la conciencia. En su obra, la literatura fue una forma de justicia. Y Hermila Galindo, pionera del feminismo mexicano, entendió que la causa de las mujeres era una causa nacional: sin la libertad femenina, la democracia sería incompleta.

Hoy, en medio de discursos que tienden a polarizar y dividir, el feminismo enfrenta un reto similar al de la política contemporánea: no perder su vocación de transformación humana. Defender los derechos de las mujeres es, sin duda, una tarea impostergable. Pero si esa defensa se desconecta del principio universal de la dignidad, corre el riesgo de volverse una lucha de partes, no un proyecto de justicia.

Por eso, conviene volver a mirar el feminismo desde su horizonte más amplio: como una pedagogía de la igualdad, del respeto y del reconocimiento mutuo. La dignidad —esa palabra que une a Teresa de Jesús, Edith Stein, Rosario Castellanos y Hermila Galindo— no tiene género. Es el cimiento de toda política que aspire a la paz y la libertad.

El feminismo que vale la pena sostener no es el que excluye, sino el que abre caminos. No es el que reclama privilegios, sino el que transforma las condiciones que impiden a cada persona ser quien está llamada a ser.

Porque la verdadera revolución no es de mujeres contra hombres, sino de seres humanos que deciden mirarse, por fin, con justicia y con respeto.