Miércoles 05 de Noviembre de 2025

Conocí a Andrea Lezama en un desayuno en 2021. Llevaba una lona con la recreación de cómo se vería su hijo, a quien no había visto en casi seis años. Recuerdo su voz serena al contar la historia, pero también la rabia que me atravesó al escucharla: su expareja, Ricardo N., se lo había llevado y había desaparecido con él. Me parecía una locura. No podía comprender la saña de alguien que, para dañar a una mujer, es capaz de arrebatarle a su hijo.

Historias como la suya exponen, con brutal claridad, cómo la justicia mexicana fue hecha para proteger al sistema machista y no a las víctimas. Y la historia de Andrea —fundadora de Madres Exigiendo Justicia contra la Violencia Vicaria— es una de las más dolorosas y reveladoras.

Todo comenzó el 18 de junio de 2016. Ese día, el padre de su hijo se lo llevó sin su consentimiento. Después de vivir una relación difícil, Andrea había decidido terminar con él. Fue entonces cuando Ricardo N. decidió vengarse donde más dolía: separándola de su hijo de apenas un año y diez meses. Desde ese día, comenzó un calvario que no termina aún.

La primera barrera que enfrentan las madres víctimas de violencia vicaria es que ni siquiera se les reconoce el derecho a denunciar. Las fiscalías suelen decirles: “¿Cómo va a estar desaparecido si está con su padre?” Sí, puede estar con su padre. Pero eso no lo convierte en un acto legítimo. Sí los pueden desaparecer. Y durante años, esa violencia no tenía nombre en la ley. Gracias a la lucha de Andrea y de muchas otras mujeres, hoy lo tiene: violencia vicaria.

En medio del dolor y del abandono institucional, Andrea decidió estudiar Derecho. Aprendió el lenguaje del sistema que no la escuchaba, para poder enfrentarlo. Encontró fuerza en la sororidad: en otras madres, en colectivas, en mujeres que vivían lo mismo y que entendieron que solo juntas podrían abrir camino.

El 2022 fue un punto de quiebre. Ese año, el Congreso de Puebla tipificó la violencia vicaria como delito, gracias a la lucha colectiva de mujeres organizadas. En octubre, Ricardo N. fue localizado y detenido en Baja California Sur. Y el 9 de noviembre de 2022, después de 2 mil 335 días separados, Andrea volvió a ver a su hijo y lo volvió a conocer, después de años separados.

Andrea se convirtió en la primera mujer en Latinoamérica en lograr la vinculación a proceso de su agresor por este delito. Pero la justicia, como tantas veces, tuvo un revés.

El pasado 29 de octubre de 2025, la jueza Alejandra Román Pérez decidió sustituir la prisión preventiva de Ricardo N. por arresto domiciliario. Argumentó que el imputado no tiene recursos para una pulsera electrónica. Esa decisión —tan estúpida como peligrosa— parece más un gesto de empatía con el agresor que con la mujer que vivió seis años sin su hijo.

El hombre residirá con sus padres, las mismas personas que durante años aseguraron no saber nada de su paradero. ¿Cómo puede considerarse eso una medida segura? ¿Qué tipo de justicia deja a una madre y a su hijo con miedo, mientras libera al hombre que les arrebató una vida entera de momentos que no volverán?

El caso de Andrea no es aislado. Es un espejo del sistema judicial mexicano: uno que sigue sin entender la violencia vicaria, que minimiza el daño emocional, psicológico y estructural de arrebatar a una mujer a su hijo como forma de castigo.

El reconocimiento legal de este delito fue una conquista de las mujeres. Pero la ley sin justicia es letra muerta. Y cuando un juez o una jueza falla sin perspectiva de género, no solo traiciona a la víctima: traiciona el espíritu de la ley que tantas vidas costó construir.

Andrea Lezama no es solo una madre que busca justicia. Es un símbolo de resistencia frente a un Estado que aún prefiere dudar de las mujeres antes que protegerlas. Su caso tiene que avanzar, porque si no hay justicia para ella, difícilmente la habrá para las demás.

Hoy la acompañamos una vez más. Su lucha es la de todas. Y desde aquí, hacemos un llamado al Poder Judicial de Puebla a no fallarle —porque cuando el sistema falla a una madre, también le falla a su hijo, y le falla a todo un país que no puede permitirse seguir normalizando la impunidad.