Lunes 08 de Diciembre de 2025

El sábado en el Zócalo de la capital convivieron dos realidades que pocas veces se reconocen al mismo tiempo. Por un lado, están las miles de mexicanas y mexicanos que desde hace más de dos décadas acompañan a Andrés Manuel López Obrador con una convicción inamovible, que ven en él y en la actual presidenta Claudia Sheinbaum a quienes edifican la transformación profunda del país y acuden por voluntad propia, por fe política y por identificación emocional con un proyecto que sienten suyo. Pagan sus propios camiones, se organizan, se movilizan.

Pero junto a esa base auténtica también llegan quienes son movilizadxs por gobernantes, estructuras estatales y el andamiaje institucional que la 4T heredó —y en parte recicló— del viejo régimen. Es una movilización diferente más simbólica que de torta y refresco, muy lejos de la caricatura simplista con la que la derecha pretende explicarlo todo, acarreo al fin, porque la presencia en el acto no proviene necesariamente de la convicción sino de la inercia del poder.

La oposición y muchos comentócratas repiten una lectura tan básica que ya resulta cansada: ven un par de camiones y concluyen que todo es acarreo. Esa mirada reduccionista ignora la complejidad de la movilización política en México y se queda atrapada en los clichés de los años noventa. Pensar que el acarreo se limita a tortas y refrescos es creer que la política solo opera en su versión más chafa, la menos preparada, la más burda.

Pero el poder se mueve hoy de muchas otras formas: desde la presión institucional hasta la narrativa ideológica, desde la expectativa de beneficios futuros hasta la fidelidad construida durante años. Reducirlo todo a “les dieron una torta” solo revela la pobreza analítica de quienes repiten ese argumento.

En el contexto mexicano contemporáneo, los programas del Bienestar promovidos por la 4T (pensiones, becas y apoyos directos) son también una nueva forma de bienes clientelares: no se distribuyen en mítines ni se entregan en tortas o despensas, pero generan un compromiso público que condiciona el comportamiento electoral de millones de beneficiarios.

El discurso gubernamental de “primero los pobres” no solo enmarca una política redistributiva, sino que ancla simbólicamente a las y los votantes en una relación donde el Estado y el oficialismo se presentan como los únicos garantes de su subsistencia. Así como en los actos partidarios tradicionales los candidatos premiaban la asistencia con bienes tangibles, hoy la visibilidad opera en un plano discursivo y emocional: quien recibe apoyos sabe que su permanencia depende del triunfo del movimiento político que los instauró.

En vez de minibuses, hay padrones; en vez de camisetas, tarjetas del Bienestar; y el mensaje implícito es el mismo: “tu futuro depende de que nosotros ganemos”.

Esta dinámica explica por qué la amenaza —explícita o sugerida— de que los programas sociales podrían desaparecer si la oposición triunfa se ha convertido en una herramienta de movilización tan eficaz como lo fue el acarreo físico en décadas pasadas. Los beneficiarios internalizan que su posición pública como receptores de apoyos les identifica como votantes de la 4T y sus aliados y, por tanto, perciben un alto riesgo en cambiar su voto: Quienes han asumido un compromiso visible con un proveedor de bienes clientelares difícilmente obtendrán beneficios de otro.

En la actualidad, esas presiones ya no necesitan camiones ni operadores territoriales; basta una narrativa persistente que vincula el bienestar material al éxito electoral de un partido. Así, el viejo clientelismo cambia de forma, pero no de lógica: la dependencia sustituye a la torta, el miedo a perder la pensión reemplaza al refresco, y el control político se ejerce ahora desde el padrón, no desde la plaza pública.

En México solemos hablar del acarreo como si fuera una travesura política o un desliz ético, pero en realidad es el cimiento sobre el que muchas carreras se construyen. Nadie llega a llenar plazas por inspiración divina: antes hay años de caminar colonias, operar estructuras, conseguir favores y mover gente.

Ese activista que empieza pegando carteles termina convirtiéndose en operador, luego en candidato y, con suerte, en funcionario electo. Su ascenso depende de una sola habilidad: demostrar que puede movilizar personas.

Dentro de los partidos, esa capacidad determina quién manda y quién obedece. Los políticos “pragmáticos” —los que sí tienen recursos y están dispuestos a usarlos— son quienes llenan los camiones y, por ende, quienes se quedan con las candidaturas.

Los “resentidos”, aquellos que quisieran acarrear pero no pueden, son los primeros en denunciar irregularidades; no porque tengan una visión distinta del país, sino porque no controlan el territorio que sus rivales sí conquistan con despensas, apoyos o promesas. El acarreo es poder, y el poder, en México, siempre tiene dueño.

Por otro lado, están los idealistas, quienes se niegan a usar estas prácticas, aunque cuenten con los medios. Su discurso ético luce bien en conferencias, pero en las internas del partido pesa menos que un camión lleno. Y más abajo, los utópicos: candidatxs sin recursos ni intención de entrar al juego, figuras testimoniales que terminan siendo decorado democrático y que hoy les apodan "Los puros", desplazados al fin. En un sistema donde se premia el músculo y no la propuesta, competir sin operadores es inocuo, con las actuales reglas impuestas en la 4T.

Por eso el acarreo no desaparece: porque no es solo un vicio electoral, sino un requisito de supervivencia. Llenar plazas no solo manda un mensaje al público, sino al partido mismo: “tengo estructura, tengo gente, tengo con qué negociar”. En un país donde la política se mide en cuerpos presentes y no en ideas, movilizar multitudes es prueba de fuerza, no de convicción. Y mientras esa lógica siga intacta, quienes se resistan serán vistos como ingenuos más que como íntegros.

También es cierto que la 4T ha puesto sobre la mesa demandas históricas que durante décadas fueron ignoradas: elevar salarios, ampliar derechos sociales, dar apoyos directos y atender a quienes siempre estuvieron al final de la fila. Eso es fundamental. Nadie puede pedirle a un gobierno que renuncie a programas que han significado un respiro real para millones de familias.

Lo que se espera —y lo que la propia 4T promete— es que estos esfuerzos continúen, se fortalezcan y evolucionen hacia políticas universales que reduzcan la desigualdad sin depender de la lógica del favor político. Porque combatir la pobreza es una obligación del Estado, no un mérito partidista.

Pero mientras ese horizonte se construye, la escena en el Zócalo cuenta otra historia. Los mítines multitudinarios, organizados con la maquinaria del gobierno y adornados con banderolas sindicales, camiones rentados y grupos movilizados desde dependencias públicas, recuerdan más al viejo régimen que al movimiento que decía venir a superarlo.

Si la cúpula del gobierno actual quiere evitar que la fortaleza de los programas sociales y las políticas públicas a favor del bienestar y la lucha contra la desigualdad sean permanentes, y sobre todo legítimas, debe abstenerse de las concentraciones multitudinarias convocadas desde la maquinaria del Estado, ya que sólo le da más peso electorero a quienes no buscan ese bienestar para la gente, sino construir sus propios privilegios.

 

Hasta la próxima.