Del libro Un año de cuento

Lo más normal, morir (III) Miguel Campos Ramos Nervioso, cierra el ícono de mensaje de su celular y ve la hora en su carátula. La corrobora en su reloj. Mira nervioso en torno. Ahí cerca está su hermana, con familiares y amigos. Allá al fondo, produciendo un ruido crepitante, como de bóiler de baño, y esporádicos chasquidos que estrujan, se oye el horno. Nervioso, vuelve a ver la hora, en la carátula de su celular y en su reloj, como para cerciorarse de que es la correcta. Y apenas un par de minutos después, vuelve a verla. Piensa: “Cómo tardan estas cosas. Espero que cuando yo me muera haya otras técnicas. No sé, algún ácido, unos polvos.” Se rasca una mejilla y vuelve a ver la hora. Piensa en su reunión. Es sumamente importante no dejar ir a esos clientes. Son japoneses y pueden abrirle un amplio mercado en su país. Era la oportunidad que esperaba, ¿no? Lo sobresalta la voz de su hermana, quien se ha acercado. “¿Qué tienes? Te ves muy nervioso”. “Perdón, no te vi. Na… Nada”. “¿Nada?” “Bueno, lo que pasa es que tengo una reunión y debo estar en mi oficina. Y esto… “No te preocupes, ve”, dice su hermana, entre comprensiva y molesta. “Yo me encargo. Además, aquí están los tíos”. “Gracias, hermana. Mira, la verdad es que estas cosas no me gustan. Aparte, no hago falta. Ya nadamás resta que entreguen las cenizas, ¿no?” La hermana asiente compungida. “Supongo que te las llevarás a tu casa”, agrega, mientras revisa su teléfono celular, pues vibró. No es nadie. La hermana se aleja y regresa con los demás familiares. Él todavía le dice: “Voy más tarde a tu casa”. Pero ella ya ni voltea. Sintiéndose aliviado, teléfono en mano sale de la funeraria. Localiza su auto, sube y arranca. Avanza a toda velocidad, de vez en cuando echando furtivas miradas al reloj de la pantalla del radio. Va emocionado: el negocio que cerrará con los japoneses será el inicio de su despegue comercial. Tan embebido va en los números (pues hace y hace cálculos) que no se da cuenta de la luz roja del semáforo y por poco se estrella contra un auto que atraviesa en la calle perpendicular. Frena bruscamente, con un rechinido, y crispa las manos en el volante, sofocado, respirando adrenalina. Trata de calmarse. Está retrasado sólo veinte minutos, y ya casi llega. Sigue su avance. Vuelve a ver la hora en la pantalla del radio: son seis veinticinco, pero ya está a dos cuadras. Por fin llega. Apenas se estaciona, corre al elevador. Marca el piso al que va, mientras respira hondo buscando relajarse para llegar tranquilo ante sus clientes y dar la mejor impresión. Pasa de largo, y ni siquiera contesta el saludo de su secretaria, y menos la atiende cuando al parecer algo le quiere decir pues se queda en “Señor…”. Frente a la salita de juntas se detiene unos segundos, se arregla la corbata, respira hondo y entra, dispuesto a saludar en japonés con el conocido “Sayonara” que apenas si masculla porque no están sus clientes, sólo su socio. Se queda de una pieza. Empieza a enfurecerse. “No vinieron los cabrones” dice, entre afirmativo e interrogativo, al tiempo que arroja su portafolio a una silla. Su socio, quien está sentado revisando unos documentos, repone: “Cálmate. Si vinieron”. “Y ¿dónde están?” “Se fueron”. “Pero ¿por qué? No los hubieras dejado. Se molestaron por la tardanza, ¿verdad? Me lleva, me hubiera yo salido antes. Ahora va a estar difícil sacar la mercancía”. Se deja caer en una silla y, meneando la cabeza, mira a un punto vago y masculla: “Ay, jefe, cómo se te ocurrió morirte justo ahora”. “Cálmate, amigo. Y no blasfemes. Todo está bien. Escúchame: nuestros clientes japoneses se fueron por eso, porque son japoneses. Sí se molestaron porque no estuviste a las seis en punto, y llegaron media hora antes. Pero les expliqué el motivo y entendieron. No sólo eso: te dejaron su más sincero pésame, y desean reunirse con nosotros mañana mismo, si queremos, o el fin de semana. “¿Entonces no se encabronaron?” “Ni lo digas. Son japoneses, y tienen un respeto muy espiritual por quien muere y por sus deudos. Y a decir verdad, sí se molestaron algo al saber que vendrías, pues me dijeron que tu deber era estar al lado de tu padre”. Se lo queda mirando, algo incrédulo. “No bromeas, ¿verdad?” “Por Dios, amigo. No puedo bromear con algo así. Eres mi amigo y era tu padre. Anda, déjame darte un abrazo y ve a despedirlo, ve con tu familia”. Con aspecto de contrición, se incorpora, recibe el abrazo, que corresponde con sinceridad, toma su portafolios y sale, no sin despedirse diciéndole “Gracias” a su socio. En la recepción se detiene ante su secretaria, quien se ha puesto de pie y lo mira temerosa. “Ande, Loren. Déme un abrazo. Y disculpe mi actitud de hace un rato. Lo siento”. “También lo siento, señor”, dice ella, se levanta y lo abraza mientras le dice que le desea pronta resignación. “Gracias”, dice él y abandona la oficina, con expresión más serena, deseoso de llegar aún al momento en que les entreguen las cenizas de su padre. Sonríe un poco, pensando emocionado que a su hermana le dará gusto verlo llegar.
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