Del libro Un año de cuento

Duerme, duerme, niñito… Miguel Campos Ramos -Duerme, duerme niñito… Las coplas de la madre tienen tono triste. Más parecen lamentos que canciones de cuna. Hasta parece cantarle a un niño que ha muerto. Y quizá sea mejor así, ha pensado desesperada más de una vez. Quien la viera pensaría tal vez que es una migrante centroamericana y vela el pequeño cadáver de su vástago. Pero se equivocaría, pues ni el niño está muerto ni ella es migrante. Es llanamente una de los millones de ‘ellas’ a quienes no les alcanza el dinero. -Duerme, duerme, mijito –insiste. El pequeño parece oírla y se duerme. Ella agradece con un “Bendito sea Dios”. Tiene prisa. Mecánicamente, arropa al niño, coloca unas almohadas a sus lados, e incluso coloca otras almohadas para evitar que las primeras se muevan, y se sienta frente al tocador, cuyo espejo estrellado refleja mil partes de su rostro, y por eso le cuesta trabajo maquillarse. Adivinándose el rostro, se dibuja el contorno de las cejas, y luego se pone un poco del bilé barato que usa. Se pliega el entallado vestido. Echa un último vistazo a la cama donde duerme su hijo, ve el viejo reloj chino de unos cuantos pesos y sale con sigilo, para no hacerle ruido al niño y para no despertar a la curiosidad de los vecinos. Camina por el oscuro pasillo, con cautela para no hacer ruido con los tacones, y llega a la calle. Está solitaria y fría. Se estremece, no sólo por el frío, sino por el riesgo. Pero no tiene opción. Está sin trabajo. Lleva días sin poder colocarse. Todos le dicen que necesitan a alguien que al menos sepa escribir en computadora. Ella en su vida ha visto una. O si no, quienes la entrevistan le recorren el cuerpo con lascivia. Camina varias cuadras, a prisa, y se coloca bajo un poste de luz. No tardan en acercársele un auto. -¿Cuánto? -oye que le pregunta un sujeto que seguramente va borracho pues arrastra las palabras. No, contesta, temerosa. No con un ebrio. El hombre, tras una imprecación, arranca furioso el auto y se aleja. Ella se queda temblando, de frío y miedo, tratando de pensar cómo salir de su situación. En eso se acerca otro coche. Son varios mozalbetes. Uno le dice algo por la ventanilla. Ella, temerosa, se mantiene callada. De pronto escucha que el que maneja, medio estirándose para verla, dice: -Pinche vieja, aparte de muda, fea. Y se arrancan entre carcajadas. Furiosa, ve cómo se aleja el carro y retornan el silencio, la oscuridad y el frío. Se da unos segundos para reflexionar y piensa Dios mío, por qué se me ocurrió esto. Pero necesita dinero. Su hijo no tendrá mañana qué comer. Resiste. Esperará un poco más. Otro vehículo se le acerca. Es un hombre solo, quien se asoma por la ventanilla y le pregunta: -¿Por qué tan sola, mamacita? Voltea a verlo. Se anima a sonreírle. -¿Cuánto cobras? Dice una cantidad (no tiene ni idea de lo que dice). El hombre, tras unos segundos en que parece meditar, suelta una carcajada y le espeta: -Estás pendeja, ni que estuvieras tan buena. Y se arranca. Siente que las piernas se le doblan, que han perdido su resistencia. Los tacones le empeoran esa sensación. De pronto decide regresar a su casa, con su niño. Pero titubea un poco al ver que se le acerca otro carro, en el cual van dos sujetos. -¿Eres mujer mujer, o un pinche joto disfrazado? No contesta. Entonces toma la determinación de largarse de ahí, y echa a caminar a toda prisa. Pero el pavor la envuelve cuando oye que las llantas del vehículo chirrían al dar vuelta para seguirla. Ella apresura el paso, y está a punto de caerse cuando rosa con un tacón la tapa de una alcantarilla. El auto la empareja. -¿No vas a responder, pendeja, o pendejo, lo que seas? No los oye. Echa a correr. A ciegas, pues la calle está en penumbras. La luz del vehículo proyecta su sombra en la pared y la atemoriza, pero por momentos la ayuda a reconocer el piso de la calle, y no para de correr. No se detiene hasta que llega a su vecindad. Apenas la reconoce, se esconde en el pasillo oscuro y se detiene un poco para recuperar el aliento, temiendo que los tipos se bajen del vehículo y la agredan. Pero pasa un rato y no dan señales. Procura calmarse. Luego, más serena, camina despacio hacia su cuarto, que está al fondo del pasillo y del que, por la ranura entre la madera de la puerta y el piso, brota un tenue haz de la luz que dejó encendida. Nerviosa, temiendo que los sujetos estén acechándola en algún recoveco del pasillo, mete la mano en su bolso para sacar la llave. Pero no la encuentra. No la ha olvidado y… Pero no, sólo son sus nervios. De todos modos, cuando la encuentra se le cae al suelo. A tientas, se agacha para buscarla, sintiendo que el corazón va a reventarle. Por fin la toca y la toma. Con manos trémulas y un horrible presentimiento, abre y entra. Es un inesperado presentimiento que la paraliza. Es como si lo hubiera tenido desde que salió pero no le hizo caso o no lo advirtió. Es su niño. No parece moverse. Siempre lo vigila cuando duerme. Ve cómo se le mueve el abdomen al respirar. Pero ahora no se le mueve. Teme lo peor. El presentimiento crece. Se acerca al niño. Se lleva una mano a la boca para ahogar su grito al ver que de su boca infantil brota un pequeño río de saliva. Siente que se desguanza. Pero no se derrumba. Sólo empieza a resbalar con lentitud, apoyándose en el borde de la cama, y queda hincada de rodillas ante la frialdad del niño. Canta, mentalmente porque las palabras se le ahogan en la garganta: “Duerme, duerme niñito, duerme, duerme mijito”, y poco a poco empieza a brotarle un llanto quedo y ahoga con los sarapes un grito destemplado. Luego se queda paralizada junto a la cama, sin dejar de tocar el cuerpo de su niño. Así permanece un largo rato, hasta que impensadamente sus manos se crispan en una sábana y maquinalmente empiezan a torcerla, como para hacer una cuerda…
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