VARIELALIA

El dios del salón de clases Miguel CAMPOS RAMOS Así como en un templo religioso hay un dios al cual se venera, así debería ocurrir en un salón de clases. Claro, siempre y cuando hagamos de él un “templo del saber o del conocimiento”, y no la “especie de centro recreativo”, y no pocas veces “especie de antro” (por aquello de que suelen ingresarse bebidas embriagantes y hasta armas blancas y a veces de fuego) en que se ha convertido, y que tanto maestros como autoridades hemos consentido. Quizá son signos de los tiempos, o quizá ha sido el nefasto influjo de programas televisivos no menos nefastos donde se desprecia al maestro y a la escuela. Ejemplo, el programa La escuelita, de Jorge Ortiz de Pinedo, donde hay dos tipos de maestras, una muy atractiva, de minifalda y tacones, en una palabra, “buenota”, por lo cual le llueven alusiones sexuales, y una fea y desgarbada, de horrendo carácter, a la que los alumnos le contestan de modo grosero. Recuerdo un sketch donde ésta le dice a un alumno algo como lo siguiente: “En mis tiempos yo sí aprendía”. “Sí, pero a usted le tocaron buenos maestros. A mí me tocaron puras bestias”. Incluso el aparentemente inocente El chavo del ocho, donde el profesor Jirafales sufría las de Caín y era víctima obligada de los pitorreos de sus alumnos, recibiendo burlas y apodos a la menor provocación, no se salva de haber influenciado a generaciones deformándoles el concepto de “salón de clases” y de maestro. Volviendo al planteamiento inicial, suelo preguntar a los maestros cuando doy alguna conferencia: “¿Si hiciéramos del salón de clases un templo, cuál debería ser el dios que se venerara?” La respuesta correcta no tarda en llegar: “El libro”. En efecto, el libro es el dios del salón o templo del saber, el “libro/dios” al que debe venerar todo aquel que desee aprehender el conocimiento. Por eso he sugerido dos cosas. Una: colocar sobre el escritorio o mesa del profesor (por humilde que sea la escuela) un atril, de metal, madera o cartón, y poner en él un libro; un libro que permanezca ahí siempre. ¿Para qué? Para que en cada clase (o al menos al inicio de la jornada –y en el caso de Secundaria o Preparatoria, antes de la primera clase) se diga en voz alta la “Oración al libro”, del poeta uruguayo Gastón Figueira. Esto lleva sólo un minuto. ¿Cómo hacerlo? Dirigiéndose todos al libro que está en el atril, emulando una oración dirigida por el sacerdote y los fieles al dios o santo de un templo religioso. Dos: colocar a un lado del pizarrón la mencionada “Oración”, impresa en papel o en lona, con letra grande para que todo aquel que entre al “templo del saber” la vea. De tanto repetirla, todos acabarán aprendiéndosela de memoria en días. De todos modos, debe dejarse ahí, como homenaje al libro y al ilustre poeta que la creó. La pueden hallar vía cualquier servidor de Internet, o en mi libro El poder de la lectura, donde está como epígrafe. [email protected], www.edicionesmagno.com, twitter: @miguelcamposram, blog: www.elpanoptico.bligoo.com.mx
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