Del libro Un año de cuento

FURTUS VULGARIS (II)  Miguel Campos Ramos  “El gusto que me queda”, piensa el elegante caballero, “es que el ladrón no sabrá disfrutar lo que me hurtó. No me lo imagino saboreando con estilo mi tinto La Cetto 2007, paladeando el sabor de sus uvas variedad Nebbiolo, disfrutando su color rubí, limpio y brillante, con aroma a frutos maduros, canela y tabaco, ni la textura y robustez que le da su cuerpo elevado y su excelente balance, tras destaparlo una hora antes de servirlo a los 18 grados de rigor, como marca el canon, luego del descorche, a fin de que se oxigene. ¿Sabrá el vulgar delincuente que entre más añejo es un vino más se le debe dejar oxigenándose? ¿Sabrá qué es eso del canon? ¿Habrá oído siquiera esta palabra? Lo más seguro es que se empine cada botella de vino hasta embriagarse. Igual que hará con mis whiskys y mis coñacs. O a lo mejor sólo los malbarata. Y cuando escuche mis discos, mis Brahams de colección, mis Paganinis, vaya chasco que se llevará al pensar quizá que son de esa cosa llamada Espinoza Paz. Quizá con Paganini hasta se suicide luego de embriagarse, lo cual no dejaría de ser una gran aportación a la humanidad, un ladrón menos, otro delincuente fuera de circulación”. Trata de calmarse, pues siente que empieza otra vez a exaltarse, como cuando advirtió el atraco, y más todavía luego de descubrir lo que le habían hurtado. Respira hondo varias veces y se sintió mejor. Viste la bata japonesa regalo de uno de sus clientes en su más reciente viaje al país del sol naciente y que tiene estampados unos motivos que representan la ceremonia del sake. Las estilizadas figuras enmarcadas en jardines de bambús lo serenan más, y un largo sorbo de su tinto argentino lo relaja. Entonces cierra los ojos y recuerda. Había ido a cenar, en compañía de su adorable “amiga” María Isabel, a uno de los más elegantes restaurantes de la ciudad. La había pasado bien, hasta había considerado, él, quien era un soltero empedernido, la posibilidad de formalizar con ella una relación de ya varios años. Tras la cena, la había acompañado a su departamento, tomaron un par de copas de champaña y tuvieron un sexo exquisito, delicado, lento y a la vez intenso, “¿Te gusta, mi amor, te gusta?”, recordó que le musitaba María Isabel al oído. Siente calor, vuelve a darle otro sorbo a su tinto deliciosamente frío, y sigue recordando. Fue sin duda una velada perfecta. Pero al llegar a su casa y ver el grosero, burdo y vulgar indicio de que alguien había entrado, sintió en el estómago el efecto del vacío al aterrizar. Lo primero que advirtió fueron las astillas junto a la cerradura de la puerta, esa puerta que había comprado en un bazar y que tanto presumía. Las astillas lo hicieron adivinar lo peor. Entró apresurado, en ese momento incapaz de temer (en lo que ahora ha reflexionado una y otra vez) que el ladrón o los ladrones estuvieran dentro y lo lesionaran, o algo peor… No le fue difícil darse cuenta de que no había nadie más que él, como tampoco le fue difícil deducir que el asalto se había producido al menos un par de horas antes pues en el suelo estaba tirado uno de sus relojes, con la pila a un lado, y marcaba justamente un par de horas menos de la actual. Por unos segundos hasta consideró que el delincuente o los delincuentes tal vez lo habían hecho adrede para dejar constancia del momento de su delito, aunque en seguida lo desestimó, pues más bien parecía un indicio de que en su prisa por huir, lo habían dejado caer, mal de su grado, como se decía, pues era un dato para investigarlos. Empezó a exaltarse por el naciente coraje, a temblar. El corazón se le aceleró. Incluso se sintió mareado, más por las copas que se había tomado horas antes. Pero trató de serenarse, respirando hondo varias veces, según era su costumbre en situaciones de tensión. Cerró los ojos, como para no ver lo que tenía que ver. Luego, como si en el fondo jugara a las escondidas con alguien, fue abriéndolos poco a poco, mientras enfocaba los sitios donde tenía sus objetos importantes. Recorrió el largo pasillo, entró a la sala, las habitaciones, los baños, a incluso a la cocina, y desde luego a su cava. Fue así como descubrió, poco a poco, lo que le había sido hurtado, y que a juzgar por la cantidad, le hizo sospechar que sólo habría sido un delincuente, cuando mucho dos. Se dejó caer en el sofá y permaneció unos minutos en silencio, algo descompuesto, como si no creyera lo sucedido. Permaneció así un largo rato, mientras daba sorbos a su tinto argentino y trababa de calmarse. Ahora está más tranquilo, aunque por momentos piensa en ver el video del atraco, el cual permitirá a la policía dar con el o los responsables muy fácil, pues la casa cuenta con un complejo sistema de videovigilancia, que también trajo de Japón. Pero lo pospone, no quiere amargarse más viendo la jeta de los delincuentes. Dentro de unos minutos llamará a su amigo el director de Seguridad Pública para que sus muchachos empiecen las diligencias. Mañana verá de qué forma mejora las medidas de protección. Por ahora, decide servirse otra copa de vino y paladearlo mientras oye algo ligero, quizá un video de André Rieu. Su amiga María Isabel le ha dicho que le da un aire. Le encanta por cierto la versión que Rieu hace del Second walts de Shostackovich.
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