Del libro Un año de cuento

Miguel Campos Ramos Pesadilla —Yo no he matado nunca —grito desesperado—, ¡lo juro! Únicamente en el laboratorio de Fisiología, y eso ni he sido yo, sino los instructores, ellos son los que han sacrificado a los pobres sapos, las infelices tortugas, los desdichados conejos; yo no he sido. Pero ellos dicen lo contrario: que no, que no es cierto lo que digo, que no y que no y que no. Necios con que no. Las voces insistentes de todas las sombras resuenan en los laberintos de mis oídos furiosamente, como si yo fuera un criminal en la verdadera extensión de esta palabra. —Por última vez —oigo—, vas a hablar, o ¿qué? Trato de ordenar mis recuerdos. Digo: —Una noche me acosté y empecé a soñar que unos tipos entraban a mi casa y maltrataban a mi familia. Yo, enojado, tomé una escopeta que mi padre tenía colgada en el interior del corral del caballo (decía que para casos de urgencia) y le disparé al cabecilla, o al que parecía serlo, cayó y rodó por el suelo con la cara destrozada. Los otros huyeron. La pesadilla terminó, como es natural, con una taquicardia. —Hago una pausa. Prosigo—: Y eso es por lo que me quieren ejecutar ahora. Pero les pregunto: ¿realmente tienen razón? ¡Si fue sólo una pesadilla, coños! Mas ellos no entienden razones. Sus gritos resuenan como un coro de muerte: que lo maten, que lo maten, que lo maten… Estoy terriblemente asustado. Todo mundo me vigila. El mismo rey en persona, la reina, la bella princesa del cuento, y ya no digamos los soldados, y los pare, y los saltimbanquis, y el pueblo en general, hasta el pueblo, caramba, el pueblo al que tanto he ayudado. Qué ingratitud. (Si alguna vez, cuando sea famoso, me preguntan cuál es el sentimiento que más desprecio diré sin titubear: “La ingratitud.” Eso diré, sí, si salgo de ésta, claro, y, por supuesto, si y sólo si llego a ser famoso). Estoy colgado del arco mayor de la torre del palacio, dicen ellos que para escarmiento de otros como yo. Y todos son sombras. En realidad no son personas, sino que tengo la impresión de que esto es otra pesadilla. Y tiene lógica, después de todo un crimen cometido en una pesadilla sólo puede ser castigado en otra pesadilla. Si pudiera despertarme… Estoy colgado justamente de las manos. Ya me duelen las muñecas, hasta creo que me han empezado a sangrar. Y para colmo, mil escopetas me apuntan a la cara y cien metralletas al pecho. Hay mil puñales dispuestos a emascularme, unas doscientas espadas preparadas para troncharme las piernas, y diez dagas (¿o nueve?) listas para extirparme los ojos, mis ojos cafés claros que tienen alrededor del iris una como estrellita color aceituna… la princesa me guiña un ojo desde allá en su habitación, invitante como personaje de algún comercial de café. Pero pronto sus ojos se ponen rojos como los de un desdichado becerro a punto de morir… Siento un golpe en el pecho. Oigo una voz: —¡Órale, cabrón, despiértate! Siento otro golpe más fuerte, ahora sobre los empeines, y otra voz me dice: —¡Para que se te quite lo maldito revoltoso! Después escucho una descarga de balazos. Es lo último que oigo, y eso los últimos ya muy quedos, como apagados… Lástima que esto no sea otra pesadilla.
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