Sentimientos acromáticos

Elizabeth Cruz Aguilar En su agenda todo lleva un orden. En su cuerpo, hay disturbios. Toma una porción grande y dura de arcilla. Entonces crea una esfera perfecta que rompe demasiado pronto para darle altura. Sus yemas se deslizan dulcemente para pulir el rostro y hacerle ojos, nariz, y labios. Le da volumen a un torso con brazos y manos. Hasta que una mujer de barro que se enreda en sí misma, da un salto de su mente, hasta la mesa de trabajo. A punto de engrosar un poco el labio superior de la pieza, siente repentinamente el ardor de su vagina enferma que por fuera parece una fresa salvaje: enrojecida de más. Un pequeño descanso y se pasará. Blanca sale a fumar el cigarrillo acostumbrado. Resguarda en el paladar la bocanada de humo recién inhalada y hace un recuento del tiempo que lleva con el dolor clavado en esa parte oculta de su cuerpo, que comenzó al tiempo que descubrió un flujo blanco, espeso y viscoso en sus pantaletas, acompañado de unos piquetitos en el cuello del útero. Entra a la habitación, se recuesta en la cama y espera con ansia el confort del sueño. Llega ante la última de sus creaciones. Le acaricia, humedece sus manos e inicia el contacto de pieles. Le afina el rostro, le engruesa al fin el pequeño labio hasta distorsionar esa boca en un grito que le recuerda al de Munch. Le afina las partes torcidas, con roses de yemas y caricias de agua. Se copia en ella, se repite la sombra en ese cuerpo enredado que refleja la violenta emoción de sus células. Visualiza su dolor a cada paso. Al descargar en la figura de arcilla todas sus emociones, siente un poco de paz. Aquellas proyecciones que nacen en sueños y otras veces en los momentos justos, en que la enfermedad se le enreda como un alambre de púas, que le atraviesa siempre el órgano dañado: primero el labio reseco, luego se interna despacio hasta las paredes que arden, donde emana un licor triste, blanquecino, de aroma agrio, como el de una leche cortada. Ese alambre le penetra la boca herida, le arranca trozos de carne con sus invisibles púas. La figura femenina de barro retorcida como una culebra de ojos afligidos, la observaba extasiada desde la mesa de trabajo, esperando el soplo de vida. Después de algunos meses de arduo trabajo, se inauguró una noche: “Sentimientos Acromáticos”. A pesar de las angustias que le ocasionan los molestos síntomas, pudo al fin dar a luz doce esculturas y trece obras pictóricas de peculiar belleza que llevan un inconfundible sello: el del tormento. Expuestas ante decenas de personas, las obras fueron elogiadas por los artistas invitados. Blanca brindó con sus colegas, se consagró como artista plástica. Interpretó la obra a los asistentes, estaba alegre, pero el dolor se hizo presente de tal modo, que el cuello maternal dañado se humedeció y la hizo correr al baño. Bajó sus pantaletas, y las descubrió manchadas de un flujo amarillo con finísimos hilos de sangre. Asustada, salió tambaleante, pero terminó la velada lo mejor que pudo. Tuvo que encontrar la forma de partir su agenda y hacer un hueco amplio para la cita más retrasada de todas. La de su primer consulta. La ginecóloga recibió a Blanca con una sonrisa franca que de inmediato le supo a esperanza. Le escrutó las antiguas lesiones, la ciudad devastada por bacterias enemigas que hambrientas desgastan esos muros y entierran los microscópicos colmillos formando llagas que arden al menor contacto. Como el artista que toma muestras de color, el objeto ahora tibio, salió cargado de información. El análisis clínico reveló en una diátesis inflamatoria: células de epitelio plano estratificado no queratinizado, escasas células básales de erosión con autolisis y células de paraqueratosis con predominio neutrofilo. Un diagnostico, tres hojas de indescifrable caligrafía y una serie de consultas consecutivas, complementaron su tratamiento a partir de aquel día. Al final de la jornada, en casa, Blanca se recuesta en la cama y espera el sueño que la conforta. Antes, toma entre sus dedos el diminuto ovoide rosado y cremoso y lo introduce entre sus piernas, con el dedo índice lo empuja lo más hondo posible y espera que aquellas partículas químicas actúen y desaten la guerra que inició esa noche, en contra de aquel agregado silencioso… Al poco tiempo de la exhibición en la galería, obtuvo algunas propuestas de trabajo, eso, aunado a su ostensible cura, la reaniman, la inspiran a crear nuevas formas, le otorgan halitos de vida. Es medio día, Blanca toma una ducha de agua tibia, las gotas que caen sobre su piel la recorren con una caricia suave. Sus manos enjabonan ese cuerpo de arcilla que empieza a sentirse limpio. Con cuidado, casi con ternura, lava el área afectada con ayuda de un líquido cristalino que huele a delicadas flores. De inmediato siente el efecto refrescante, el alivio y el consuelo en esas capas membranosas que talla con toda la delicadeza de sus yemas, sintiendo como por vez primera el grosor de los labios que acaricia, que protege, que salva. Aquel rito lo llevó a cabo durante algunos meses. Los disturbios de su cuerpo poco a poco ceden, callados, vencidos, acorralados… La mujer de barro que es ella, es afinada un poco cada día hasta que tenga la textura de la piel de las rosas, luego tomará colores suaves y luminosos, ya no será una figura triste, porque la insoportable sensación del alambre que se clava perderá toda la fuerza y ella podrá entonces dedicarse al proyecto más ambicioso de sus treinta y tres años de vida: el de su total y completa cura, que empezó por el cuerpo y llegará hasta lo más profundo: El espíritu.
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