[CRÓNICA] Memoria sísmica: 2017 (II) M y su memoria
Un día soleado y tranquilo en Santa Cruz terminó convirtiéndose en trágico después del fuerte sismo que no solo tiró edificaciones, quebró espíritus
Era un día soleado en Santa Cruz al que le hacía falta el canto de los pájaros. Un día seco de septiembre que olía a noviembre. El silencio reinaba y, de pronto, un ruido inmenso se apoderó de todo. Recuerdo que me había tocado trabajar en casa y de repente vi que la mesa se movía. Guardé la calma, pensando que pasaría, pero no, el movimiento se hizo más fuerte y todo empezó a caerse en mi cuarto. En ese momento corrí al patio gritando el nombre de mi sobrino, pero nunca llegué hasta él. No podía mantenerme de pie, así que decidí gritar desde donde estaba. Cuando llegó, lo único que hice fue abrazarlo, y al mismo tiempo sostuve el palo de madera del tendedero. Le decía que no tuviera miedo, cuando en realidad el más asustado era yo. Poco a poco dejó de temblar, pero quedé paralizado cuando vi la pared de la casa de mi vecino caída. En ese momento recordé que mi madre había ido a Atlixco; corrí a mi cuarto por mi cámara, la busqué entre los escombros y caminé para tener señal en el celular y comunicarme con mi madre. En ese instante vi los deslaves y el polvo entre las calles del pueblo, postes inclinados y gente desconcertada. Caminé un poco más y vi cómo una casa había caído encima de un coche y escuché voces entre vecinos preguntándose mutuamente cómo estaban.
Más adelante vi a la familia de mi amigo Arturo en el patio de su casa, con sus niños entre los brazos y lágrimas en los ojos; pregunté por él y me dijeron que había ido con su vecina, pues su casa se había derrumbado y posiblemente estaba atrapada. En ese momento mi corazón sintió ansiedad, incertidumbre, miedo y confusión, mucha confusión.
Finalmente llegué a la entrada del pueblo, donde pensé que habría red telefónica, pero nada. No había manera de comunicarme con mi madre y en ese instante pensé lo peor, pero al mismo tiempo sabía que si algo le hubiese pasado, algo dentro de mí me lo diría.
Alguien me habló por atrás y me dijo que había intentado comunicarse con su familia pero que no tenía red. Decidí entonces caminar hacia el centro para saber cómo estaba mi madre; bajé la calle de El Calvario y escuché llantos y voces quebradas. Mi corazón se aceleró al ver la destrucción que había caído sobre las casas de mi pueblo. Al llegar al final de la calle vi la casa de doña Elena con dos paredes derrumbadas, la presidencia auxiliar muy dañada y la gente regresando del campo para ver cómo estaba su gente. Carros pasando de un lado a otro yéndose a recoger a sus hijos de la escuela. Cuando llegué a la escuela primaria, niños llorando y ladrillos y cristales por doquier. El corazón se me hizo chiquito, y en el estómago un dolor extraño y un sentimiento de vacío. Empecé a escuchar que en algunas partes ya había señal de teléfono, pero no, nada aún. Dejé de insistir, pensando que había más gente que necesitaba el teléfono y yo sólo estaba saturando la red. Caminé a casa de Edith para ver si ahí agarraba señal, pero a lo lejos observé las barrancas deslavadas, como si alguien hubiera abierto un bulto de arena y lo hubiera esparcido así nada más.
Al llegar con Edith, su voz y espíritu quebrados. Pero eso sí, su teléfono tenía red y le pedí permiso para marcarle a mi hermano Humberto, que vive en Nueva York. Estoy bien, le dije, y me fui a casa para ver a mi sobrino y esperar respuesta de mi madre. Puedes leer las entregas anteriores:[Reportaje] Memoria sísmica Puebla 1999 [CRÓNICA] Memoria sísmica Puebla: F. y su memoria
Subí a la planta alta de mi casa y encontré todo caído. El corazón chiquito de nuevo, tratando de comprender qué había pasado. Afuera escuché un coche; pensé que era mi madre y sí, ¡era ella, sana y salva! La abrace como si no la hubiera visto en años. Me dijo lo que había sucedió en la ciudad: casas y bardas caídas en Coyula, Tochimilco y San Miguel, los árboles estropeados sobre los caminos y el gran derrumbe de la barranca que conecta Tochimilco y Tochimizolco.
Nos sentamos a comer mientras escuchamos la radio desde mi celular. Otro temblor se aproxima, decían. En silencio nos preguntamos qué pasará. Se solicita ayuda para Javier Montiel, cuya casa de dos niveles se vino abajo; urge ayuda para sacar sus bienes, continuaban en la radio.
Fui con Javier. Era sorprendente ver cómo sus escaleras estaban totalmente dobladas, y cómo su cocina, que estaba en la planta baja, había desaparecido entre juguetes, muebles y papeles; puro escombros y recuerdos enterrados. No era fácil mirar a los ojos de las personas afectadas. Su mirada era una, de dolor y de incertidumbre. Pasaron las horas y nos fue cubriendo la oscuridad. Y lo único que nos acompañaba esa noche en nuestro dolor y los aullidos de perros y los sonidos propios de una noche sin luz eléctrica y sin hogares. Fue una noche larga, llena de temores y preguntas; la incertidumbre a flor de piel. Y todo seguía sintiéndose como una película de esas que te muestran el impacto de un fenómeno natural y que jamás piensas que te va a ocurrir.
El sol salió y con él más información sobre nuestros familiares y amigos. Tomé mi cámara y recorrí algunos lugares conocidos que ahora ya no lo eran del todo. Esquinas deformes, casas sin paredes, barrancas sin árboles, texcales derrumbados y gente sin sonrisas. Por un momento me sentí en una zona de guerra; gente escombrando sus patios con macetas destrozadas, caminos obstruidos. Personas rescatando pertenencias de sus hogares. Para cuando regresé a Santa Cruz, el sol empezaba a ocultarse y las nubes a cerrar el cielo, pero de pronto aparecieron camionetas en la entrada de la comunidad y veíamos cómo se acercaban a la presidencia auxiliar. Cuando llegaron, las personas se presentaron y mencionaron que traían ayuda a nuestra comunidad, así que empezaron a bajar víveres, medicamentos y herramientas. La gente empezó a correr la voz y se acercó a ayudar. Era algo que te llenaba el corazón de energía y a la vez de melancolía, y sin duda, de fe en tu gente.
Fue cuestión de días para ver que nuestro México es unido a pesar de lo que se decía en ese momento: país de delincuentes y narcos. Lo que pasó tras el sismo fue muestra de que hay solidaridad en nuestro país y de que hay voluntad de ayudar al prójimo, ya sea económicamente o directamente, en el terreno: médicos, enfermeras, bomberos, topos; gente que ponía su fuerza para levantar escombros o psicólogos y psicólogas que, con su escucha atenta y la palabra adecuada tranquilizaban los corazones de la comunidad.
El sismo sin duda derrumbó muchos hogares, pero a lo largo de los meses fue construyendo una mentalidad diferente entre la gente. Unión y verdadera hermandad. Tras el sismo salió a la luz un México solidario y fuerte, un México cuya única limitación es la cotidianidad. Pero cuando algo tan fuerte como un sismo nos nueve y nos saca de la rutina, nos demuestra que hay ciudadanos de carne y hierro, capaz de levantar un pueblo y, por qué no, capaz de levantar a un nuevo México. Memoria sísmica es un proyecto periodístico de Alonso Pérez Fragua/Lado B |