Jueves 03 Noviembre 2016

Es 2 de noviembre y por las calles que alguna vez trazaron los ángeles ahora baila la muerte. Cientos de rostros pintados de blanco sonríen y gritan sin cesar; algunos arrastran los pies, otros brincan y mueven las caderas al ritmo de la música que sale de las trompetas que tocan algunos más.

Es el desfile de calaveras que organizó el municipio y los habitantes de la capital se vuelcan a ver lo que ocurre en el bulevar 5 de Mayo. Por el asfalto, jóvenes vestidos de mariachi van con los rostros pálidos y los párpados negros mientras tocan sus guitarras y trompetas con la emoción que sólo puede emanar la celebración.

A las seis de la tarde el desfile sale del parque Juárez y los poblanos se arremolinan en las banquetas para tomar fotos y poder ver a esas porristas calavera que mueven banderas y listones que brillan en una noche que ya se deja venir. Jóvenes rostros que son cubiertos por máscaras de hombre lobo tocan con fuerza y ritmo los tambores que hacen vibrar los pechos de los espectadores, aunque hace falta la luna llena los hombres lobo sueltan aullidos de vez en cuando para terminar de animar a los que miran.

Los muertos invaden la ciudad, pero nadie huye ni tiene miedo y mucho menos hay tristeza. Para muestra está esa joven mujer vestida de tehuana zombie que abraza a su novio vestido de traje de gala. Él trae en el cuello una mordida hecha de maquillaje que se podría confundir con un chupetón. Los dos comen elotes y el chile del que pica se mezcla con él la pintura roja que dramatiza sus caras.

A la altura del Centro Escolar se escucha a todo volumen el sonar de unas bocinas reventadas que tocan a todo volumen música campirana de violín. Varios jóvenes vestidos de vaqueros muertos cargan "toritos" con los que amagan embestir a los espectadores. Las figuras que llevan en los hombros los vaqueros son variadas, unas parecen piñatas y otras son iguales a las que se usan en las fiestas de pueblo. Ninguna arde, pero lo que sí está en llamas son los pies de esos vaqueros que no dejan de bailar y sonreír para las cientos de fotos que les toman.

Un desfile alterno transita por la lateral de bulevar. Es una procesión de perros que son exhibidos con orgullo por sus dueños. Un viejo pastor inglés está disfrazado de Superman; un pug saca su cabeza arrugada de su disfraz de calabaza y un perro callejero improvisa su disfraz con una bolsa de plástico. Los ladridos de los canes a nadie le importan porque todos están hipnotizados con los brillantes trajes de charros que traen puestos los esqueletos que desfilan y saludan.

Ocho personas cargan un ataúd de unos 3 metros. Cada cien pasos la puerta del féretro se abre y sale una calavera enorme que sorprende a los niños disfrazados de diablitos, vampiros o brujitas. Una vez que se les pasa el susto, los pequeños aprovechan el gentío y piden su calaverita a una policía de tránsito que está ocupada en desviar a los camiones que no dejan de tocar su bocina. La oficial es parte del operativo desplegado por el municipio que consta de 120 policías de tránsito, 120 municipales y varios elementos de la policía turística.

En el asfalto de la calle, una pareja joven se acuesta y trata de ver las estrellas, pero no lo logran. Las personas evitan a la pareja y a ellos no les importa nada. Un señor con una máscara de zombie los trata de asustar y ellos lo ignoran, su única reacción es un beso apasionado que hace que se olviden de esa muerte que parece tan distante de esa juventud y amor que ahora emanan.

El desfile continúa y ya casi llega al edificio de la Cruz Roja, su punto final. Los diversos contingentes de las escuelas que participan ya lucen rostros cansados que delatan que todavía están vivos. La música no termina y la gente se comienza a dispersar. Los policías no se dan abasto al explicar por donde pasan las diversas rutas que fueron desviadas para el paso del desfile. Ya son las siete y media y el desfile, de manera irónica, está a punto de morir.

Desde lo alto de un carro alegórico, una catrina se despide de todos los asistentes. Si le hubieran dicho a José Guadalupe Posada que su personaje terminaría siendo un ícono del Día de Muertos tal vez no lo hubiera creído, pero a más de cien años de su creación, la catrina es ya parte de la tradición de todo un país. La catrina le sonríe a todo mundo y se despide, pero en su cara no se ve la tristeza que genera la partida. Su rostro solo muestra la certeza que tiene alguien que está seguro que o esto no es un adiós, sino un hasta luego.