Trump y sus secuaces están dejando muy en claro dónde sus prioridades están

El presidente estadounidense se ha caracterizado por ignorar o distorsionar la realidad.

A lo largo de estos cuatro penosos años, el ahora presidente saliente nos había acostumbrado a un comportamiento cuya única constante consistía en desafiar la realidad, ya sea ignorándola o distorsionándola. En su mundo paralelo, su inauguración presidencial había roto récords de asistencia, él mismo era el presidente que más había ayudado a la población afroamericana “quizá con la excepción de Lincoln”, los incendios forestales masivos nada tenían que ver con el cambio climático y el coronavirus iba a desaparecer en abril o se podría curar con inyecciones de desinfectante, entre muchas otras fantasías.

En este contexto, no resulta sorprendente que se negara a aceptar su derrota en las elecciones pasadas – de hecho, ya había anunciado desde hace meses que consideraría como fraudulento cualquier resultado que no le fuera favorable. En pocas palabras, su actuar actual está tan ridículo y patético como se podía esperar. Lo que es más preocupante es que numerosos republicanos y algunos conductores de Fox News lo estén acompañando en esta conducta irresponsable, lo que incrementa considerablemente su potencial de daño.

Primero, el cuestionar sin fundamento alguno la validez del proceso electoral socava las bases del sistema democrático que hace el orgullo de Estados Unidos, donde la Constitución y los “padres fundadores” son el objeto de un verdadero culto. Las autoridades de cada uno de los cincuenta estados – muchos de ellos en manos de republicanos – concuerdan en que no se ha registrado ninguna señal de fraude sistémico. Los rumores que circulan en redes sociales y en algunos programas de televisión han sido desmentidos de forma rotunda con hechos comprobables, y las primeras quejas presentadas ante la justicia han tenido desenlaces humillantes para quienes las promovieron.

Recordemos que hace cuatro años, Hillary Clinton había reconocido su derrota al día siguiente de las elecciones, aun cuando ya existían señales de que el proceso distaba mucho de haber sido impecable, por la ola de desinformación que Rusia había vertido sobre la campaña. La diferencia de actitud entre los perdedores de 2016 y de 2020 demuestra no solamente concepciones muy alejadas de la decencia y de la honestidad, sino también niveles distintos de compromiso con los principios que son los pilares de la potencia estadounidense.

Segundo, conviene no subestimar el impacto de esta lamentable situación sobre la imagen de Estados Unidos y, más allá, sobre la fuerza del modelo democrático como tal en el mundo. Durante décadas, la primera potencia mundial ha basado su influencia global en el poder de los ideales que pretendía difundir – aunque en la práctica lo hiciera de manera selectiva y en ocasiones por medios altamente cuestionables. La situación postelectoral del país presenta ahora más similitudes con una democracia recién establecida y todavía titubeante que con el modelo universal que desde su fundación ha pretendido encarnar.

El 4 de noviembre, un comunicado diplomático invitó a los “líderes a demostrar su compromiso hacia el proceso democrático y el Estado de derecho” y exhortó a “todas las partes, grupos e individuos a participar en un diálogo inclusivo para encontrar soluciones pacíficas a sus desacuerdos y sanar las divisiones nacionales”. Este llamado pudo haber sido dirigido a Estados Unidos, pero lo irónico es que fue en realidad emitido por la embajada de dicho país en Costa de Marfil, acerca de las elecciones que recién habían tenido lugar en esta parte de África. ¿Con qué cara la primera potencia mundial puede externar ahora este tipo de consejos, cuando encajan tan bien con la situación causada por un dirigente que se rehúsa a respetar las reglas básicas del juego democrático?

No menos importante, y sin duda todavía más dramático, los esfuerzos desplegados por Trump y sus secuaces para cuestionar la validez de la respuesta de las urnas desvían la atención y las energías de la crisis sanitaria, que alcanza en Estados Unidos niveles nunca antes vistos. Durante la campaña electoral, el presidente se decía “cansado” de escuchar hablar tanto de la COVID-19 y pronosticaba que el tema desaparecería por completo de los medios de comunicación después de las elecciones, como si se tratara nada más de un truco para hacerle perder. Una vez más se equivocó, pues el disparo en el número de los contagios y de los decesos diarios propulsó de nuevo este asunto en primera plana, recordándonos que la crisis política que atraviesa el país no se sustituyó a la crisis sanitaria, sino que las dos no tienen ningún problema para coexistir.

Es más, ambas crisis se complementan de maravilla, pues la administración saliente está más pasiva que nunca ante el problema, al perseverar en su obsesión enfermiza por encontrar motivos para cuestionar la victoria del candidato demócrata. Trump incluso prohibió explícitamente cualquier cooperación con el equipo de quién él se niega a reconocer como su sucesor, lo que impide que se dé el proceso de transición, más importante que nunca en las presentes circunstancias.

Alrededor del expresidente, muchas personas – políticos republicanos, funcionarios, periodistas en medios conservadores – tienen que escoger entre seguirle la corriente a un mentiroso patológico y defender los intereses vitales de su nación. Si bien varios de ellos fueron capaces de tomar la decisión que debería imponerse por sí misma, es inquietante ver cómo otros están dispuestos a seguirlo en su peligrosa decadencia.

* Profesor de tiempo completo del Tecnológico de Monterrey en Puebla, en la carrera de Relaciones Internacionales – [email protected]

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