El ansiado inicio de la “nueva normalidad” en la Casa Blanca
Pareció interminable pero ya es un hecho: Estados Unidos ya tiene un nuevo presidente.
Pareció interminable pero ya es un hecho: Estados Unidos ya tiene un nuevo presidente. El nuevo mandatario presenta un fuerte contraste con su antecesor, por asumir una postura digna, proponer un plan de trabajo organizado y una promover una visión inclusiva y positiva de su país. En pocas palabras: un presidente presidencial. Después del sufrido mandato de un “presidente sin estatura presidencial”, como lo señalaba esta misma columna hace exactamente cuatro años, es un refrescante alivio sentir que, de nuevo, se están reconciliando el honor y el poder de la función con la capacidad y la decencia de la persona que la asume. Como candidato, Joseph Robinette Biden no entusiasmó a los electores. Durante las elecciones primarias dentro del partido demócrata, pareció titubeante y demasiado discreto, hasta vulnerable frente a los ataques de otros aspirantes a la candidatura. Si bien terminó imponiéndose sobre sus rivales, no dejó una gran impresión. Parece más bien que prevaleció gracias a su falta de carácter y de ideas novedosas. No ganó la investidura demócrata por ser el mejor, sino por encarnar la candidatura que generaría el menor rechazo en su contra. Como se trataba de derrotar a Trump a como diera lugar, había que apostarle a la persona susceptible de juntar votos de la manera más amplia posible, incluyendo tanto a los demócratas más izquierdistas (aquellos mismos que no fueron capaces de respaldar a Hillary Clinton en 2016) como a los independientes e indecisos. El desenlace de las elecciones de noviembre pasado ratificó el éxito de esta estrategia, pues Biden logró conseguir 7 millones de votos más que su contrincante directo, y 16 más que la candidata demócrata hace cuatro años. Sin embargo, en su momento se podía legítimamente objetar que no había ganado por méritos propios, sino que su éxito se debía más que nada a un amplio – y más que merecido – rechazo hacia su antecesor y adversario. Según esta visión de las cosas, Biden no sería más que presidente por defecto. Los sucesos posteriores al 3 de noviembre cuentan otra historia y empiezan a otorgarle al ahora presidente un estatus muy distinto. Después de las acusaciones de fraude electoral, tan numerosas como carentes de sentido, escupidas por el saliente, Biden supo mantenerse por encima del pleito y dejar que los diferentes procesos llegaran a su término. Después de la revelación de los odiosos intentos de manipulación del voto por parte de su antecesor, en especial en Georgia, Biden no cayó en descalificaciones. Después del asalto al Capitolio, Biden dio un discurso digno que apelaba a los grandes principios fundadores de su país, en lugar de designar a quien era, y sigue siendo, el principal responsable de lo sucedido. El miércoles pasado, Biden dio el discurso inaugural que el país necesitaba. Un discurso de unión, donde cada una de las palabras resonaba con sinceridad y profunda convicción. Un discurso donde los enemigos no eran individuos sino amenazas abstractas – pero no menos reales – como la crisis sanitaria, el cambio climático o el racismo. Un discurso que no eludía las dificultades, sino que las invocaba para justificar la necesidad de una reunión en torno a estos retos compartidos. Un discurso que reconocía la responsabilidad de Estados Unidos en el mundo, como una potencia ya no replegada sobre sí misma y obsesionada por un interés nacional mal comprendido, sino plenamente comprometida para ser parte de una solución conjunta. Un discurso que en ningún momento apuntó a la insoportable responsabilidad de su antecesor, quien por su actitud incendiaria había socavado las bases de la convivencia social, por su cinismo había agudizado la crisis medioambiental y por su indiferencia había dejado que la crisis sanitaria alcanzara en su país proporciones infamantes. Las señales más recientes parecen indicar que Estados Unidos tiene ahora al frente el tipo de personalidad que requiere en estas circunstancias tan demandantes. Un presidente que basa sus acciones en valores, en lugar de sus intereses egoístas. Un presidente que busca reunir en lugar de dividir y castigar. Un presidente que está buscando soluciones y armando planes, en lugar de negar los problemas y prometer que desaparecerán como por milagro o con una simple firma. Un presidente que se rodea de personas capaces y experimentadas, en lugar de seleccionar a los miembros de su equipo por los vínculos familiares o de lealtad que tienen con él.
Un presidente con estatura presidencial. No es, en sí, una garantía de éxito, pero ya es la garantía de que Estados Unidos ya no es, como bajo el anterior, condenado al fracaso. |
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