Un acuerdo sin precedente para un nuevo balance en la relación entre Estados y empresas

Desde hace años, los Estados han tropezado en sus esfuerzos por crear a nivel global un nivel mínimo de imposición sobre las empresas...

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Desde hace años, los Estados han tropezado en sus esfuerzos por crear a nivel global un nivel mínimo de imposición sobre las empresas. Ayer, los ministros de finanzas del G7 anunciaron que lograron un paso decisivo en esta dirección.

Como se comentaba hace un par de meses en este espacio, la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca ha sido decisiva para que en cuestión de unas cuantas semanas este proyecto, antes tachado de utópico, adquiera cada vez más consistencia.

En pocas palabras, un impuesto mínimo aplicable en un plano global sobre las empresas representaría un paso significativo para contrarrestar esta dañina “carrera hacia el fondo”, que orilla a los Estados a bajar su propia tasa impositiva para atraer a empresas a su propio territorio. En el presente contexto, las compañías multinacionales encuentran múltiples oportunidades para reducir su contribución al erario a niveles ridículamente bajos, mientras que los gobiernos ven sus ingresos tributarios reducirse al mismo tiempo que su capacidad para ejecutar políticas públicas.

Después de 48 horas de duras negociaciones, los ministros de finanzas de los países del G7 llegaron ayer a un acuerdo sobre el principio de una tasa mínima del 15 por ciento sobre los beneficios realizados por las corporaciones. Para varios países, este valor se encuentra netamente por debajo de la posición que defendían: tal fue el caso de Estados Unidos, que proponía un 21 por ciento, o de Francia, que aplica un 25 por ciento para las empresas que operan en su suelo.

Esta concesión se hizo en nombre del pragmatismo, con la idea de que resultaría demasiado complicado conseguir que un número suficiente de países se subieran al barco si se dejara la barra a un nivel que algunos lograron pintar como excesivamente alto. Como ocurre en cualquier negociación, obtener un consenso requiere de concesiones. Francia, que también promovía una fórmula más ambiciosa insistió para que el acuerdo designara una tasa de por lo menos 15 por ciento, dejando así viva la esperanza de que se incrementara este número, en las etapas posteriores de formalización del mecanismo.

Siendo realistas y teniendo en cuenta los intereses de varios Estados cuya competitividad relativa depende en gran medida de las tasas atractivas que aplican en su respectivo territorio, podemos anticipar que el verdadero mérito de estas tres palabras adicionales no radica verdaderamente en la posibilidad de incrementar este número, por lo menos no a corto plazo. Más bien, serán clave para evitar que estos 15 por ciento sean tratados como un punto de partida, llamado a sufrir nuevas reducciones en las siguientes fases del proceso de negociación.

En particular, se tratará de obtener un acuerdo mucho más amplio que dentro del G7: conformado por Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y el Reino Unido, este grupo presenta un alto grado de homogeneidad entre sus integrantes, y aun así coincidir en este punto de equilibrio fue todo un reto. Por lo tanto, se puede anticipar que el trasladar este tema al ámbito del G20 en el mes de julio significará pasar al siguiente nivel de dificultad, cuando los representantes de potencias emergentes como China, la India, Brasil o México estén también presentes alrededor de la mesa de negociación.

Incluso en caso de llegar a un acuerdo dentro de este recinto más diverso, la línea de meta seguiría distante, pues todavía habría que expandir mucho más el círculo de los Estados participantes, para que esta regla en gestación adquiriera una dimensión verdaderamente global. Sin hablar del reto de conseguir que se aprobara esta futura medida dentro de cada sistema nacional, donde las particularidades de cada contexto local proporcionarían su propia dosis de reto e incertidumbre.

A pesar de este escenario con múltiples trabas, varios motivos invitan a tener cierto optimismo: primero, gracias al estatus de sus miembros, el G7 suele ser capaz de generar impulso. Segundo, la pandemia causó un aumento espectacular del gasto público, por lo que muchos gobiernos saldrían beneficiados por un mecanismo que aumentara su capacidad de recaudación fiscal. Tercero, en realidad dicho mecanismo podría tener impactos globales incluso en caso de no ser adoptado por todos, pues contempla que cualquier Estado podría exigir, para las actividades efectivamente realizadas en su propio territorio, el pago de la diferencia entre el nivel mínimo de imposición acordado a nivel global (por el momento 15 por ciento), y los impuestos efectivamente pagados en aquellos otros países donde las empresas hayan decidido declarar sus beneficios.

En definitiva, este tema promete intensas discusiones, en un ámbito tan políticamente sensible como técnicamente complejo. No cabe duda de que las pláticas seguirán hasta muy avanzando el próximo año, pero ya se ha abierto una puerta que antes parecía sellada. El camino hacia un acuerdo final, formalizado y (casi) global sigue largo pero el hecho de estar en movimiento en esta dirección ya es en sí un avance histórico.

* Profesor de tiempo completo del Tecnológico de Monterrey en Puebla, en la carrera de Relaciones Internacionales – [email protected]

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